Domingo XXII del Tiempo Ordinario, Ciclo B

Tradiciones humanas y conciencia personal

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

 

 

Después de haber reflexionado los 5 últimos domingos sobre el capítulo sexto del evangelio de san Juan, reanudamos la lectura del libro de san Marcos. El mensaje de hoy parece sencillo de entender. Podemos acoger varias llamadas.

La primera sería esta: aprendamos a distinguir entre tradiciones humanas y Palabra de Dios (aunque ésta también nos llega a través de palabras humanas). El evangelio nos ha puesto un ejemplo muy claro. Lavarse las manos antes de las comidas para purificarse de cualquier mancha que se ha podido contraer: ahí tenemos un caso de tradición humana. Tiene su sentido como medida higiénica; para los judíos tenía sentido también como una forma de pureza ritual: había que purificarse del eventual contacto con cosas “impuras” (sangre, cadáveres…). Eso es una tradición humana. Jesús enseñaría algo muy importante, y que para nosotros es ya Palabra de Dios: no es la impureza lo que se pega, sino la pureza. Él encarnó en su vida una pureza de influencia carismática. Lejos de evitar a toda costa el contacto con lo que podía volverlo impuro, él practicó una auténtica pureza activa, una “santidad inclusiva”, como dicen los entendidos. Jesús fue así profundamente renovador.

Pongamos otro ejemplo de distinción entre tradiciones humanas y Palabra de Dios, esta vez en el terreno de las creencias: que la casa en que habitara la madre de Jesús fue trasladada milagrosamente a Loreto es una tradición humana, quizá legendaria. No tiene sentido creerla como si fuera dogma de fe y luego poner en duda, por ejemplo, la resurrección de Cristo, que aparece evidentísimamente afirmada en la Palabra de Dios. Es bueno que sepamos dónde esta lo esencial de la creencia y dónde lo más bien accesorio y relativo. Esto podrá orientar nuestra práctica creyente, para no perdernos en aspectos secundarios y también para no caer en supersticiones.

Y así hemos pasado ya a la segunda llamada: sepamos diferenciar lo fundamental de lo secundario. Hace años tuve que acompañar durante varios días a un enfermo. Estaba preocupado porque tenía la piel muy reseca y pedía que se le aplicase crema hidratante. No sabía que padecía un cáncer inoperable de estómago que estaba consumiéndolo y que acabaría con él sólo cinco días más tarde. Quienes tenían a su cargo a este enfermo prefirieron no informarle sobre la gravedad de su mal, y quizá él barruntaba algo. Lo que simplemente quiero destacar ahora es la necesidad que tenemos de saber distinguir entre lo decisivo y lo secundario.

Por último, el Señor nos enseña que lo que nos hace limpios o no limpios, lo que nos hace personas dignas o menos dignas, no son las cosas de fuera, sino nuestro interior, ese fondo último de nuestra persona, nuestro corazón. Y este es el que necesita ser sanado. Jesús nos remite también a la responsabilidad última que hay en cada persona. Valoremos la importancia de la educación, el peso de la influencia social en el modelado de nuestros corazones; pero no seamos fáciles en eludir nuestra responsabilidad personal. No echemos las culpas a las malas tradiciones en que hemos crecido; desarrollemos agudamente la conciencia de que somos personas a las que Dios ha puesto “en manos de su propia determinación”, como dice el libro del Eclesiastés.