Domingo XXIII del Tiempo Ordinario, Ciclo C

Jerarquía en nuestros amores

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

 

 

Compruebo que en esta celebración no hay ningún niño. Se lo podemos pasar por alto, porque este evangelio no es para los niños. Más: este evangelio no es para niños.


“Si alguno se viene conmigo y no pospone a su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío”; “quien no lleve su cruz detrás de mí, no puede ser discípulo mío”; “el que no renuncia a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío”. Tres condiciones como tres clavos que nos sujetan a un madero de muerte, o casi muerte: muerte de los afectos primarios, muerte de nuestras buenas vibraciones y emociones, mortal desapego y supresión de posesiones.


No es evangelio para niños. ¿Y para gente madura? Pero ¿quién es maduro? ¿No somos conscientes de que la madurez está siempre por delante de nosotros? Cuando Jesús dijo palabras como éstas, quizá pensó alguno de los oyentes: “pero este forastero, ¿por quién se toma? ¿Quién se ha creído que es? ¿A qué vienen unas exigencias tan radicales? ¿Cómo tiene unas pretensiones tan inauditas? De todos modos, hay que reconocer que habla claro. Y que avisa. No nos quiere sorprender a traición. Me está diciendo: ‘juego con las cartas boca arriba. Pálpate bien la ropa antes de tomar una decisión. Madura el asunto, y luego toma tu camino. En este asunto del seguimiento o discipulado no son posibles las medias tintas’”.


Nosotros somos cristianos viejos. Ser cristiano, en nuestro antiguo ambiente campesino, era como un dato natural más de nuestra vida. A los pocos días de nacer nos bautizaron; en casa, apenas podíamos hablar y manejar los brazos, nos enseñaron la señal de la cruz; de pequeños, besábamos el manto de la Patrona del pueblo, aupados por nuestras madres. Luego, vinieron el rezo del rosario en la iglesia, las catequesis, la misa de los domingos, las procesiones, la primera comunión, la confirmación, y así sucesivamente. Ser cristiano es así tan natural como que el sol salga cada mañana, como la sucesión de las estaciones, como el afecto entre padres e hijos, maridos y mujeres, hermanos y hermanas, como todo lo que cae de su peso, como una herencia más.


Bien. Así ha discurrido nuestra vida en mayor o menor medida. Pero hoy se nos dice lo que más tarde diría un africano que vivió a caballo entre los siglos segundo y tercero: “los cristianos no nacen, se hacen” (christiani fiunt, non nascuntur). Se trata de una elección, no de un dato natural. No es que tengamos que renunciar a todo lo que nos han trasmitido nuestros padres y abuelos, las generaciones anteriores. Pero al menos debemos decir: “lo que has recibido de tus padres, conquístalo para que te pertenezca” (Goethe). Ser discípulo de Jesús no es un puro dato natural como el color de la piel; o una circunstancia concreta como la de ser español, o cubano, o chileno; o un destino como nacer niño o niña (aunque lo escojan los padres, al niño no se le consulta a qué sexo quiere pertenecer). No existe el gen del cristianismo. Ha de ser una elección nuestra. Jesús no quiere seguidores gregarios, ni decisiones atolondradas. Nos llama a personalizar nuestra fe, a encontrarnos con Él y a decidirnos por Él, pero sabiendo el precio que esto entraña; nos llama a acoger su palabra y a responder a esa palabra con la mayor conciencia y libertad que podamos. Esto puede crecer día a día. Nos deja palparnos la ropa; nos deja echar nuestros cálculos. 


Pero las palabras de este evangelio hay que completarlas. Aquí se dice algo esencial, pero no todo. Al seguidor de Jesús se le dice que tiene que posponer a su mujer. Pero, a la luz de todo el misterio de Cristo, escuchamos esta otra llamada: “maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a su Iglesia, que se entregó por ella... el que ama a su mujer, a sí mismo se ama; pues nadie odia a su cuerpo, antes bien lo alimenta y lo cuida como hace Cristo con su Iglesia” (Ef 5 25.29). Y Jesús condenaba la conducta de aquellos hijos que decían: “yo consagro mis bienes al templo”, y así creían que se podían zafar de la obligación de atender a sus padres ancianos y necesitados. Si vivimos en comunión con él, nuestro amor primero, él dará consistencia a todos los demás amores. Sabemos lo frágiles que son ahora tantas formas de unión y afecto. Él promete estar con nosotros para conferirles solidez y permanencia. Las hará durar, hará que las hagamos durar. Al poner orden en nuestros amores, pondrá también firmeza y estabilidad. Hará que nuestro tiempo esté sujetado por su eternidad. Amaremos a los demás como hombres y como cristianos.


La vida nos dirá los precios que habremos de pagar. Pero su amor es más precioso que el oro y que todas las riquezas; su amor es más profundo que todos los afectos y, a la vez, alimenta todo buen afecto
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