Domingo XXIII del Tiempo Ordinario, Ciclo A

Repréndelo a solas

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

 

 

¿Cómo juzgar los comportamientos de los otros? Y si pensamos que son negativos, perniciosos, injustos, en una palabra, que son "pecado", ¿cómo actuar? El evangelista nos da dos reglas: la primera es la de la discreción máxima: "corrígelo a solas"; la segunda, una vez ha fallado la primera, la de la gradualidad.

Podemos actuar de muchas formas. Una consiste en inhibirnos y desentendernos del asunto. Puede ser la postura más cómoda. Quizá tememos herirlo demasiado. O quizá tenemos miedo a la reacción de la otra persona, que puede sentirse agredida y volverse contra nosotros con una actitud violenta y muy desagradable. Preferimos soportar las molestias que origina la conducta del otro a afrontar las cosas para ponerles remedio y a apelar al fondo de honradez o de responsabilidad que existe en la otra persona, al don y la llamada de Dios que resuena en ella. Incluso podemos revestir nuestro silencio de la máscara de benevolencia, comprensión y tolerancia. Por regla general, el miedo no es buen consejero, y la inhibición no resuelve nada. En ocasiones el amor habrá de cobrar el rostro de la interpelación sincera, en palabra de hermano a hermano. Somos responsables unos de otros y no nos podemos desentender de la respectiva suerte.

También nos podemos desentender por pensar que el otro ya no tiene remedio, como si estuviera consustanciado con el mal. Es una forma de cosificar a las personas. Podemos calificar de hábito inveterado lo que sólo es una conducta inusual: ha mentido una o dos veces, y lo llamamos mentiroso. Y pasamos luego de lo que es un hábito malo de alguien a considerar a ese individuo, o a ese grupo, como la encarnación de ese hábito malo: "Fulanito de tal es la mentira en persona". Son deslizamientos peligrosos. Tenemos, es verdad, la impresión de que el cambio personal no es el pan nuestro de cada día, de que la conversión es tan rara como un mirlo blanco, de que somos demasiado esclavos de nuestros defectos y del mal. Pero no tenemos derecho a suprimir la distancia que se da siempre entre lo que somos y lo que podemos ser, lo que hacemos y lo que podemos hacer, lo que pensamos y lo que podemos pensar. Esa distancia puede ser corta, pero la hay; de ahí que no tengamos derecho a decir: "no puedo ser sino lo que de hecho soy. Estoy condenado a ser y obrar como soy y obro". Esa distancia puede ser ardua, o demasiado larga, pero la podemos salvar, o al menos acortar. Negarlo equivale a suprimir del todo nuestra frágil pero preciosa libertad, nuestra dignidad última, nuestra condición personal. No nos está permitido hacerlo ni con nosotros ni con los demás. No nos está permitido demonizarnos ni demonizar a los otros.

(Puede darse también otro hecho: que también nos callamos las felicitaciones y agradecimiento que se merece el esfuerzo de la otra persona, la labor callada que realiza, los servicios que presta. San Pablo decía que el amor se alegra de la verdad. Es una expresión que significa concretamente esto: quien ama a otra persona se congratula por sus dones y su buen hacer, se muestra agradecida y la felicita. No sólo se alegra por lo bueno del otro, sino que prodiga alabanzas.)

Otra forma de actuar es la de volvernos cotillas e ir comentando los defectos de los demás, no sin cierto secreto placer. Eso es difamación y enrarecer la convivencia. Tampoco eso edifica. Si habláramos a niños, les diríamos que no fueran demasiado acusicas ("se lo voy a decir a mamá"). A veces tendrá que intervenir la autoridad de la madre o el padre, pero lo mejor es resolver las cosas entre hermanos, en vez de buscar esa peligrosa gratificación de que le castigan al otro mientras a mí me acarician.

Las dos reglas que propone el evangelio, discreción y gradualidad, son expresión de verdadera madurez.