Domingo XVI del Tiempo Ordinario, Ciclo C

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

           

¡Cuánto se habrá dicho y escrito sobre estas dos figuras de Marta y María! ¿Qué no se habrá dicho sobre ellas? A. Palacio Valdés, un escritor español, publicó una novela con ese título y argumento, y da la impresión de que la simpatía se le iba por Marta, una chica hacendosa, sensata, ajena a los desasosiegos e impulsos de su hermana, que deja plantado al novio (futuro marido de Marta) y entra en el convento. Tras Marta se le va también la simpatía a un conocido que afirma con aplomo:“¡Es imposible que Jesús dijera tales palabras. El evangelista san Lucas está equivocado!”. La misma Teresa de Jesús nos enseñó que también entre los pucheros anda Dios, y advertía a sus monjas que no se embobaran en la oración dejando sin atender a las enfermas.

Ahora se inserta más este pequeño relato en la trama unificadora de Lc 10,25-42, y se ve en él un comentario al primer mandamiento, una indicación de “la orientación prioritaria de quien ama a Dios con todo su corazón” (Marguerat-Bourquin). El lenguaje tradicional establecía un pulso entre contemplación y acción; algunos presentan la alternativa, más ceñida al texto, entre la escucha de la Palabra y la diaconía o servicio. Otros sugerirán: ante el Reino de Dios, cumplir los deberes femeninos es secundario; se da la preferencia a la voluntad discente de María por encima del trabajo doméstico de Marta (Theissen-Merz).

Somos invitados de Jesús antes que anfitriones suyos; importa más que lo acojamos a Él y nos sentemos a sus pies para acoger su palabra que sentarlo a nuestra mesa para ofrecerle un banquete. Más originario y primordial que toda otra cosa es ser receptivos del amor del Señor; todo lo que le podamos dar es, en el fondo, don suyo. Él mismo nos da el poder de responderle con amor: sólo si aceptamos su amor somos capacitados para amar.