Domingo XVII del Tiempo Ordinario, Ciclo C

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

             

¡Qué bellas son estas palabras de Jesús sobre la oración! Incluso nos pueden parecer demasiado bellas, pues nuestra experiencia de oración puede no estar muy en armonía con ellas. Quizá nos sentimos muy incompetentes en materia de oración, hasta el punto de tener que confesar con sinceridad y hasta desaliento: «no sé orar», «soy un inexperto a pesar del interés que he puesto y del tiempo que he dedicado a la oración»; o acaso tengamos que manifestar que nos sentimos algo defraudados, porque hemos orado y tenemos la impresión de no haber sido escuchados; o bien nos ha invadido el cansancio y la hemos abandonado; o, sencillamente, nos aburre eso de orar, y rehuimos la oración aplicándonos a otras ocupaciones que nos parecen más productivas, no encontrando nunca tiempo para dedicarnos a ella, dejándola para otras personas que parecen tener un don y una particular afinidad con la vida orante.

1. La oración sólo puede tener sentido en un marco de fe, como expresión de la fe. Un humanista francés llegó a decir en cierta ocasión, en estos o parecidos términos: «Durante mucho tiempo me he preguntado si me podía llamar cristiano. Las esperanzas que albergo en favor de los hombres que vivimos en la historia son semejantes: yo también creo y espero en un porvenir humano que trasciende la muerte, creo que la vida del hombre no se destruye definitivamente con la muerte. Tengo también un sentimiento de solidaridad y una inquietud por la justicia semejantes a las que caracterizan a los cristianos. Por consiguiente, creo que estoy legitimado para decir que soy cristiano». Pero al cabo de cierto tiempo debió confesar: «No soy cristiano. No le veo ningún sentido a eso que se llama la oración. Ponerme a orar no significa para mí ponerme ante alguien con quien entro en diálogo, en comunicación. Para mí la oración no pasa de ser un soliloquio. No logro creer que alguien reciba mi súplica».

2. En todos nosotros hay una semilla, más o menos desarrollada, de vida teologal. Y quizá un deseo secreto de la oración, aunque esté poco cultivado. Porque quien está habitado por el Espíritu de Dios desea vivir la comunión con él, aspira a la profundidad, quiere entrar en la bodega interior y beber el vino del encuentro misterioso con el Padre, anhela entrar en la propia habitación y abrirle a escondidas la propia alma. Pero no esperemos que todo va a ser paz, armonía interior, hondura, intimidad gozosa. Hemos de estar prontos a conocer la aridez y la desolación, y, sin embargo, habremos de perseverar en medio de ellas. Dios consuela más por lo que es que por lo que promete.

3. Si nos sentimos demasiado torpes, yo os recomendaría orar con los salmos, ese libro de la Escritura compuesto de poemas muy antiguos, y en ocasiones chocantes para nuestra sensibilidad cristiana, pero con una vibración espiritual extraordinaria. Ellos nos ofrecen cauces magníficos para expresar los más variados estados de espíritu: el sufrimiento y la alegría, la necesidad de ser perdonados y la acción de gracias, nuestras añoranzas y nuestros mejores anhelos, nuestros porqués y nuestras quejas. Todo tiene cabida en ese oracional madurado durante generaciones por todo un pueblo. Escribía un autor, supuestamente un creyente judío, sobre el Salterio: «Nosotros nacimos con este libro en nuestros mismos huesos. Un libro pequeño; 150 pasos entre la muerte y la vida; 150 espejos de nuestras rebeldías y de nuestras lealtades, de nuestras agonías y de nuestras resurrecciones. Más que un libro, es un ser viviente que habla, que sufre, se lamenta y muere, que se alza de nuevo y habla en el umbral de la eternidad; que le agarra a uno, se lo lleva o arrebata, a uno mismo y a todas las generaciones del tiempo, desde el comienzo hasta el final». Y un consejo, que viene también de lejos: «no esperes milagros: recita salmos».

4. La oración no nos hace replegarnos egoístamente sobre nosotros mismos aislándonos de los demás, o volviéndonos indiferentes a sus vidas. La historia de Abrahán lo muestra con evidencia meridiana. Lo vemos regatear con todo atrevimiento con Dios, para salvar a las dos ciudades. Y así es la oración de la Iglesia, particularmente en la Eucaristía. No hay situación humana que no encuentre expresión en la súplica de la Iglesia.