Domingo XVIII del Tiempo Ordinario, Ciclo C

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

 

 

Echar cálculos es algo muy sensato. Construir unos graneros donde almacenar la cosecha es un buen cálculo. Hasta ahí, todo va bien. Tampoco parece que tenga nada de malo querer disfrutar de la fortuna, en vez de seguir acumulando bienes sobre bienes como un esclavo: ¿no dicen los sabios que hay tiempo de trabajar y tiempo de descansar, tiempo de laboreo y tiempo de ocio? ¿Por qué se declara necio a ese hombre? ¿No puede un cristiano, con su familia, ir unas semanas de vacaciones? ¿Es que tener un buen plan de pensiones es insensato? En nuestra sociedad no paramos de hacer cálculos y previsiones para el futuro, tomamos las medidas apropiadas e introducimos los correctivos necesarios a medida que intervienen nuevos factores. Lo hacemos a gran escala y a pequeña escala.

Pero el rico de nuestro caso cometió, por de pronto, un error: contaba sin más con largos años de vida, cuando sólo le quedaban unas pocas horas; no reparaba en que hay factores que no podemos controlar: un virus, un accidente, un conflicto armado, una grave crisis económica, cualquier “bala perdida” que inesperadamente te alcanza puede dar al traste con todos tus planes. Éstos, de golpe, quedan reducidos a sueños vanos y cálculos ilusorios, como las cuentas que se echaba la lechera.

Puede que el rico fuera todos los sábados a la sinagoga; quizá rezaba tres veces al día el shemá, aunque de forma algo distraída y maquinal. No se daría cuenta de lo que decía cuando se recordaba las palabras de Yahvéh a Israel: que debía amar a Dios con todo su corazón, con toda su alma... y “con todas sus fuerzas”, o sea, con todos sus bienes. Al hacer su programa no se había preguntado qué podía significar para él amar con sus bienes al Señor que había bendecido su campo con un cosechón. Era un ateo práctico, y Dios estaba en un oscuro rincón de su vida. No supo enriquecerse ante Él. Un rico que hizo buenos cálculos fue Zaqueo (Lc 19,1-10). Prometió dar la mitad de sus bienes a los pobres y, si en algo había defraudado a alguien, devolverle cuatro veces más. Supo enriquecerse ante Dios, nos dice Jesús. Exactamente, estas fueron sus palabras: “Hoy ha entrado la salvación en esta casa”.

Narra una historia que, de puerta en puerta, a lo largo de la calle polvorienta de la aldea, iba un mendigo pidiendo unos granos de trigo para hacerse su pan. Apareció al otro extremo de la calle, como un sueño magnífico, un carro de oro. Era la carroza del Rey de reyes, que se detuvo al lado del pordiosero. El Rey de reyes lo miró y descendió sonriéndole. Era la felicidad, el colmo de la alegría, el final de la miseria. Pensó el mendigo que sus días malos habían terminado y se quedó aguardando la limosna de tesoros derramados sobre el polvo de la calle.

De pronto, el Rey alargó su mano derecha y le rogó al mendigo: “¿Puedes darme alguna cosa?”. El pobre hombre, desconcertado, no sabía qué hacer. Un tanto a regañadientes, de la bolsa de las limosnas sacó lentamente un grano de trigo y se lo entregó.

¡Qué sorpresa la suya, cuando al vaciar por la noche el saco en el suelo, encontró un grano  de oro en el miserable montón de las limosnas! ¡Qué amargamente lloró por no haber tenido corazón para entregarlo todo!