Domingo XI del Tiempo Ordinario, Ciclo A

El Reino de los cielos está cerca

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

 

 

Probablemente, notamos cierto paralelismo entre la situación a que se refiere el evangelio de hoy y la nuestra. Jesús ve a las gentes y comprueba que están como ovejas sin pastor. Parece que los responsables han desertado de su misión o la han traicionado. En nuestro tiempo, la situación de la gente es de mucha desorientación: en la sociedad hay una crisis de sentido; en el interior de la Iglesia las creencias y las prácticas han sufrido sacudidas muy fuertes, y suenan voces discordantes. Y abunda también la desesperanza. Por otro lado, en los últimos decenios ha habido bastantes abandonos de quienes habían recibido una misión pastoral por crisis personales, cansancio, influencia del ambiente, o por otras causas. Esto habrá tenido también su repercusión dolorosa en los creyentes.

Jesús señalaba la escasez de trabajadores. Y ahora acusamos el mismo hecho: por los abandonos a que antes nos hemos referido, por el avejentamiento de los que siguen en su puesto y tarea, por la sequía vocacional, por la deficiente conciencia misionera de buena parte del laicado (debido quizá al clericalismo que imperó en otros tiempos) o por otras causas.

En su sustancia, la misión de comienzos del siglo XXI ha de continuar aquellos primeros pasos de aquellos primeros discípulos de Jesús. Jesús habla de cuatro categorías de personas y cuatro actividades de los discípulos: curación de enfermos; resucitación de muertos; sanación de leprosos; expulsión de demonios. A primera vista sentimos que una misión de ese tipo nos desborda. No creemos haber recibido la autoridad que Jesús dio a los Doce para llevar a cabo esas acciones. Pero al menos podemos verlas como formas de servicio a la vida de las personas, y a una vida integral; y nosotros nos podemos enrolar de alguna manera en ese servicio.

Podemos ayudar, con nuestra presencia y atenciones, a que se recuperen los enfermos de nuestro entorno. En esto realizan una labor todos los que trabajan asistiendo a los enfermos en su casa, o quienes desempeñan esta misión en enfermerías, ambulatorios, hospitales, residencias de ancianos. Si irradiamos esperanza alrededor de nosotros, ayudamos a que se pongan en pie personas que están tendidas como muertos, postradas por la tristeza, apenadas por el cansancio, como aniquiladas por el sentimiento de desamor, de incomprensión, de sinsentido. Si nos acercamos a personas segregadas y marginadas y contribuimos a su integración, nos parecemos a los discípulos que curaban a los leprosos (obligadas a vivir fuera de todo contacto humano) y les permitían incorporarse de nuevo a la vida de la gente en las aldeas, pueblos y ciudades. Si ayudamos a otros a crecer en responsabilidad, en libertad, en dominio de sí, nos parecemos a los apóstoles que arrojaban demonios, que liberaban a las personas de los malos poderes que las tenían aherrojadas. No podemos quedarnos indiferentes ante el dolor humano, ante tantas formas de muerte parcial. En nosotros, que somos bien conscientes de nuestras pobrezas y torpeza, habitan energías que podemos poner al servicio de esas buenas causas.

El horizonte de nuestra palabra y nuestra acción es el Reino de los Cielos, es decir, el Señorío de Dios. El Dios de la vida, el Dios de la salud, el Dios de la curación quiere hacer presente su fuerza de salvación a través de nosotros. De Él lo hemos recibido todo, de Él lo seguimos recibiendo. No nos podemos permitir la inconsciente dejación de guardarnos infructuosos esos dones. Así no resultará Él un Dios lejano, indiferente, ajeno a la vida de sus criaturas.