Domingo XIX del Tiempo Ordinario, Ciclo B

“Yo soy el pan vivo”

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

 

 

Después del domingo de la Transfiguración (aunque nosotros ofrecimos una reflexión sobre el segundo pasaje del cap. 6 del cuarto evangelio), reanudamos la lectura del texto de Juan. Basta recordar que Jesús había alimentado a la multitud y que al día siguiente se produce un diálogo con los judíos que lo buscan. En el diálogo desenmascara los intereses ambiguos o incluso espurios que los mueven. Y les revela que no fue Moisés, sino que es el Padre de Jesús quien les da pan del cielo. Ellos le ruegan: “Señor, danos siempre de ese pan”. Pero cuando Él les revela que ese pan de vida era Él mismo en persona, empiezan a poner reparos y a rechazar aquella pretensión. Jesús era un signo demasiado humano. Es como si dijeran: *(Hombre! (Qué pretensiones traes tú, el hijo de José y María! ¿Te crees que comulgamos con ruedas de molino? Vete a otra parte con ese cuento. Tú eres un hombre como nosotros, de la misma pasta que nosotros y con las mismas raíces y los mismos orígenes que nosotros+.

Es verdad: no podemos creer a ciegas, ni por las buenas. Podemos requerir de una persona que hace un ofrecimiento tan especial que nos muestre sus títulos. Podemos pedirle sus credenciales. Pero lo que tampoco podemos hacer es imponer a Dios dónde y cómo se tiene que manifestar para que nosotros creamos. Porque no podemos creer a ciegas, porque no podemos comulgar con ruedas de molino, Jesús ha esmaltado de signos su vida. El último signo realizado ante los judíos ha sido el convite dado a la multitud. Los signos de Jesús son como balizas que nos orientan en la verdadera dirección para que podamos reconocer la presencia de Dios en Él, en Jesús; son como bengalas lanzadas en la noche del mundo para que no andemos perdidos y sepamos dónde se encuentra Dios.

Por eso, de lo que se trata es de que abramos los ojos para percibir estos signos que Dios nos da. Se trata de que nos pongamos en la misma longitud de onda en la que emite Dios para poder escuchar bien su Palabra. Sí, Jesús (aquel galileo que vivió hace dos mil años... y que confesamos que vive para siempre) es un signo humilde... y a la vez glorioso. Pero cuanto más lo contemplamos, más percibimos su verdad. (Claro que era un hombre! Pero qué inmensamente humano y qué profundamente divino. Inmensamente humano: “trabajó con manos de hombre”, acarició y bendijo con manos de hombre, curó con manos de hombre, “pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre” (GS 22), sufrió con dolor de hombre, se entristeció con pesadumbre de hombre, exultó con alegría de hombre, experimentó intensamente la angustia del hombre, murió una dramática muerte de hombre; no escamoteó la vida humana con su carga de trabajos, cansancios y gozos.

Y a través de todo ello dejó brillar su singular origen divino: todo lo vivió con corazón de Hijo de Dios, con alma radicalmente inocente, con querer enteramente obediente y unido al Padre. Nunca rompió su unión con Dios. Las palabras que decía las bebía en ese manantial de su comunión con el Padre; las obras que llevaba a cabo no eran sino dones del Padre y realizaciones de los proyectos del Padre. Quien es dócil al Padre se deja conducir hasta Jesús y cree en Él, acoge su verdad, esa verdad que se manifiesta definitivamente en su Pascua, en su muerte y resurrección. Por tener esas raíces en Dios, Jesús se nos revela como el pan que necesitamos para nuestros momentos de desfallecimiento, como el pan que tomó Elías, que le permitió recobrar el deseo de vivir y de caminar (hasta el lugar del encuentro con Dios).

Hoy recibimos también una llamada: seamos motivo de alegría para el Espíritu Santo. Podemos serlo, porque “Jesús nos da su pan: el pan que nos devuelve la alegría, el pan que resucita de verdad”. Pero no podremos ser motivo de alegría para el Espíritu de Dios si somos motivo de tristeza y de sufrimiento para el espíritu de las personas. Concretamente se nos invita a hoy no vivir ni actuar con agresividad. Evitemos las respuestas destempladas, las reacciones violentas, las palabras que sabemos que hieren a las otras personas, las ironías que dan en su punto más sensible, el deseo de “machacar” a los otros, la irritación que descargamos sobre los más débiles. Actuemos con comprensión. Normalmente, las personas son mejores que sus intenciones y sus intenciones son mejores que sus hechos. Siempre nos quedamos rezagados respecto a lo que deseamos ser. Con la comprensión y el estímulo ayudaremos a crecer a los demás y nos sentiremos más felices; la descarga de agresividad puede producirnos una especie de liberación y desahogo momentáneos, pero no nos deja vivir reconciliados; ni con los demás ni con nosotros mismos (pues luego nos pasa factura). No pongamos triste al Espíritu Santo.