Domingo XIV del Tiempo Ordinario, Ciclo C

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

           

Hace tres años, en la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense (Madrid), el periodista francés Dominique Lapierre pronunció una conferencia. Comenzó planteando esta pregunta a los estudiantes que asistían: «¿cuál es, en vuestra opinión, la ciudad de la alegría?». Unos respondieron que Nueva York; otros, que París; alguno, que Madrid. Al instante él, que había escrito un libro que se titula precisamente así, «la Ciudad de la alegría», dio su propia respuesta. Para él, la ciudad de la alegría era Calcuta. Una ciudad en la que tanta gente muere en la calle, una ciudad en la que hay tanta muerte prematura, una ciudad que, a primera vista, debiéramos describir como la ciudad de la tristeza, del sufri­miento y de la muerte. Pero Dominique Lapierre, que tuvo una larga permanencia en Calcuta para conocer las suertes de la vida y la muerte en aquella ciudad y para ver cómo trabajaban la madre Teresa de Calcuta y sus Hermanas, creyó que esa Jerusalén que sueña el profeta Isaías estaba, no en ninguna de nuestras grandes ciudades en las que hay tanto brillo social y lucimos las mejores de nuestras sonrisas, sino en aquella ciudad en la que abundaban tanto los escombros humanos y la desolación. Sólo Dios sabe cuál es la ciudad de la alegría. Lo único que nosotros podemos decir, con la palabra de Dios en la mano y resonando todavía en nuestros oídos, es que la ciudad de la alegría es aquella en que se acoge el Reino de Dios con la paz que él trae y la lucha contra la enfermedad que ahí se vive.

También hay otro tipo de ciudades y pueblos: las ciudades de la maldi­ción. Como símbolo de ciudad maldita ha quedado, en la memoria de los israelitas de tiempos de Jesús, la ciudad de Sodoma. Y, sin embargo, en las palabras del Señor, ésta no ocupa el primer lugar de la clasificación: «os aseguro que aquel día será más llevadero para Sodoma que para ese pueblo».

Es perfectamente comprensible lo que aquí se dice. Porque más grave que la desobediencia a una ley santa es el rechazo del don más grande y del amor que en ese don se entrega. Más grave que un pecado de «desobediencia» por el que uno per­vierte el modo correcto de conducirse, y así lesiona su propia dignidad, es el pecado por el que se rechaza el amor del otro y el don que ofrece. El rechazo del don de Dios: ese es el gran pecado que han cometido esas ciudades y pueblos que han cerrado sus puertas a la presencia y al anuncio del Dios de la vida.

San Pablo, en la carta a los cristia­nos de Galacia, nos invita a volver la mirada sobre ese don y ese amor de Dios, y sobre la manifestación en que ese amor alcanzó su mayor esplendor e intensidad: «Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucris­to, en el cual el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo». Ahí, en la cruz de Jesús, se ha manifestado hasta qué punto el amor de Dios por nosotros va en serio. Ahí no hay engaño, no hay trampa ni cartón, todo es absolutamente “legal”, porque «nadie ama tanto como el que da la vida por aquellos a los que ama». ¿Cómo no rendirnos ante una manifes­tación como la muerte en cruz de Jesús por nosotros? No nos extraña que Teresa de Jesús viviera su conversión ante un crucifijo. Por eso, si hay algo de lo que podamos sentirnos gozosos, ¿no será de que somos amados hasta ese extremo? No hay base más consistente que ésta para dar firmeza a nuestra vida. Y no hay nada que despierte tanto la capacidad de respuesta como la experiencia de ese amor. San Pablo es un buen testigo de esta verdad cuando declara: «¿quién nos separará del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús? Ni la muerte, ni la vida; ni lo presente, ni lo futuro; ni la altura ni la profundidad; ni otra criatura algu­na nos podrá separar del amor de Dios manifestado en Cristo Je­sús». Al contemplar cómo se había desvivido el Señor por él, nacen en él unas insospechadas ener­gías para el don de sí, para la entrega a la misión, y para soportar los sufrimientos que este don de sí y la entrega a la misión llevan consigo. Hace plenamente suya la cruz del Señor: «yo llevo en mi cuerpo las marcas de Jesús».