Domingo XIV del Tiempo Ordinario, Ciclo A

Venid a mí los que estáis cansados

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

 

 

¡Venid a mí los que estáis cansados! Hay vidas rotas. Si nuestra condición no es lisa y llanamente esa, probablemente somos muy conscientes de nuestra fragilidad. En algunas ocasiones críticas se ha podido agudizar en nosotros esa conciencia. Aunque nuestro espíritu se declare pronto, nuestra carne es flaca. Quizá tenemos incluso la impresión de que de un momento a otro podemos rompernos. Un misionero confesaba que, cuando se le declaró el lupus, en Filipinas, tuvo por momentos la sensación de que estaba soportando una tensión interior tan fuerte que en cualquier instante le podía pasar como a una cuerda de violín cuando se aprieta demasiado la clavija.

¡Venid a mí los que estáis cansados! ¿Quién no ha experimentado la fatiga física, el hastío psíquico, el cansancio moral? Moisés, el guía del pueblo de Israel, confesará a Dios: "No puedo yo cargar con este pueblo. Es demasiado pesado para mí" (Núm 11,14). Hay pesos que hacen la vida difícilmente soportable: un dolor agudo crónicamente instalado en el cuerpo, experiencias continuadas de fracaso (en los estudios, en el trabajo, en la vida familiar, en otros proyectos personales); más radicalmente, la impresión de fracaso de la propia misión en la vida: el Siervo de Yahvé reconoce haberse sentido invadido por el sentimiento de que "en viento y en nada ha gastado sus fuerzas". Uno es como el timonel de un navío azotado por tenaz viento contrario, o como el piragüista que tiene que remar contra corriente; o se siente desorientado en una soledad sin caminos.

Por desgracia, entre los pesos puede hallarse incluso la religión cuando no está bien enfocada. Vamos a señalar brevemente dos manera de deformar la vida teologal. Podemos deformar la vida religiosa hasta convertirla en un moralismo: en ese caso no sería otra cosa que un paquete de comportamientos y observancias que habría que cumplir. Unos mandamientos que se le antojan a uno excesivos y unas observancias que le resultan harto nimias. Los que tenemos cierta edad hemos podido conocer este peligro. Ello traía consigo estados de ansiedad, escrúpulos, neurosis.

La imagen que se tiene de Dios puede ser también una imagen deformada, insana. Puede hacer daño. Así, el temor de Dios es uno de los dones del Espíritu Santo: es el respeto a su santidad, un sentido agudo de su justicia y de nuestra vocación a vivir en obediencia a su palabra, a su llamamiento interior. Pero si viéramos a Dios como el gran censor, un amor oprimente e implacable, una presencia molesta, agobiente, siempre al acecho de nuestros fallos, aumentando siempre la cuenta de nuestro "debe"; si olvidáramos que la justicia de Dios es ante todo y sobre todo su acción liberadora, su bondad, su piedad, su disposición a la ternura y la misericordia; entonces desconoceríamos a Dios.

De estas dos cosas (de una vida religiosa que es un fardo muy difícil de soportar y de un Dios desfigurado por unos cristales oscuros y deformantes) nos habla Jesús. La experiencia religiosa genuina (y en él, en Jesús, es donde tenemos la manifestación más inequívoca de ella) no es un fardo. Es como la luz. La luz no pesa. La verdad vertebra reciamente la vida. Nos hace estar a bien con nosotros mismos sin pactar con nuestros pecados. Es fuente de vida reconciliada.

En Jesús es donde conocemos el verdadero rostro de Dios. Es nuestro Padre. Hace salir el sol sobre buenos y malos, sobre presuntamente buenos y presuntamente malos. De ahí que nos invite una carta del apóstol Pedro: "descargad en él vuestras preocupaciones, que él se cuida de vosotros"; o que Jesús haya dicho: "venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, que yo os aliviaré". Jesús es ese rostro de Dios que nos muestra su genuina verdad. Hoy se nos apremia a entrar en comunicación con él, para participar de esa experiencia de Dios pura, auténtica, vivificante que fue la suya. Desde ella, hasta nuestras derrotas pueden transformarse en victorias.