Domingo XII del Tiempo Ordinario, Ciclo B

O miedo, o fe

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

 

 

O miedo, o fe; o tener miedo, o tener fe: esa es la cuestión. Y ¿cómo no tener miedo en una circunstancia como la que se nos pinta en el relato? ¿Cómo no tenerlo cuando lo que se ventila es una de estas dos cosas: o sobrevivir o morir, y cuando es la muerte la amenaza que se cierne de forma tan imponente?

Sí, es verdad; pero Jesús nos mueve a dar un paso más, a hacernos cargo de la situación teniendo en cuenta un factor nuevo, abriéndonos a la confianza. La situación que estamos viviendo actualmente en buena parte de Occidente, sobre todo en Europa, es dramática para la fe. Sigue teniendo vitalidad, pero no prende en las nuevas generaciones, salvo en una minoría. Los indicadores dan poco consuelo. Es verdad que no tiene sentido hacer previsiones a largo plazo, y es verdad también que en el pasado se hicieron predicciones sobre la inminente desaparición de la Iglesia, de las Iglesias, y ahí están todavía, con una gran capacidad de resistencia y supervivencia; pero las alarmas han sonado; tenemos la impresión de que la indiferencia religiosa es como una marea inundatoria que penetra en la misma barca de la Iglesia. ¿No tendrán su buena dosis de razón los que dicen, no que esto se va a pique, pero sí que parece que sólo se salvarán pequeños islotes de fe cristiana en un piélago de desinterés y frialdad por todo lo que suene a Dios y a evangelio, o en un mar de religiosidades variopintas?

Por eso es pertinente la invitación de Jesús a la confianza. Ésta no garantiza nada sobre la supervivencia de la fe en nuestras tierras y sobre las formas que puede cobrar esa posteridad. Sencillamente nos invita a que dejemos todo agobio, como también hay que dejar todo agobio por lo que comeremos mañana o por el vestido con que nos cubriremos. A cada día le basta su afán, su preocupación. Nosotros somos apremiados a la fidelidad: en lo que de mí depende, quiero permanecer fiel. Lo demás, y hasta mi misma continuidad y perseverancia, lo dejo en la mano de Dios. Esto significa concretamente que activo en mi oración la actitud de “abandono” confiado, que reconozco que mi horizonte sobre la vida y la historia es enormemente reducido y he de aceptar esta limitación, que he de continuar con paz las misiones que tengo encomendadas, que debo mostrarme disponible para las diligencias nuevas que Dios me vaya pidiendo, que debo conformarme serenamente con el pequeño haz o cono de luz que me permite dar el paso siguiente y despreocuparme de averiguar los propósitos de Dios y el modo como ejercerá su designio: qué suscitará su Espíritu en el futuro, qué pueblo bien dispuesto acogerá su llamada y sus dones, qué perfil de Iglesia se irá diseñando.

La ciudad de París tiene esta divisa: fluctuat nec mergitur (la golpea el oleaje, pero no se sumerge). Con mucha más razón, con una razón de otro orden, lo podemos afirmar de la Iglesia. El Señor ha dicho: “las fuerzas del abismo y de la muerte no prevalecerán contra ella”; y también: “yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”. Lo está en este siglo nuevo, pero que ya avanza; y lo está en cada jornada en que nos toca bregar en condiciones que se nos antojan poco favorables. Las palabras del Señor no pasan, aunque pasen el cielo y la tierra. Su mensaje es, en síntesis: “rema y confía”. Lo lanza a toda la Iglesia, nos lo dirige a cada uno de nosotros. Remar y confiar: son los dos gestos por los que se expulsa el miedo.