Domingo XII del Tiempo Ordinario, Ciclo A

No les tengáis miedo

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

 

 

«No tengáis miedo». Por tres veces repite Jesús estas palabras en el breve pasaje que se nos ha proclamado hoy. ¡Qué fuerza, qué vibración, tendría esta exhortación en labios del Señor! Resuena en nosotros también con fuerza, con novedad. Quizá encontremos, además, otras palabras que, si somos cristianos vergonzantes, nos resultarán muy pertinentes: «si alguno se avergüenza de mí ante los hombres, el hijo del hombre se avergonzará de él ante mi Padre del cielo». Jesús nos invita a superar esos dos sentimientos negativos que, según las circunstancias, pueden prender en nosotros y pueden fomentar la inhibición a la hora de comunicar el evangelio.

En unas ocasiones nos podemos acomplejar y sentir vergüenza de lo que somos: corren otros vientos, buen número de los creadores de opinión se declaran no creyentes o muestran tener poca apertura a la realidad religiosa, se nos mira como representantes de un mundo en vías de extinción, se nos echan en cara los lados oscuros de la historia de la Iglesia, se nos acusa de intolerantes, y así sucesivamente. En otras ocasiones puede invadirnos el miedo: aquí y ahora, no estamos ciertamente ante ninguna amenaza de persecución física, aunque no faltan voces hostiles contra la Iglesia o contra los cristianos; pero sabemos bien que otros hermanos nuestros han pasado en otro tiempo y pasan ahora por situaciones de verdadero riesgo. Sí, pasan todavía por ellas: todos los años mueren entre 20 o 30 misioneros y misioneras en territorios marcados por la guerra o la violencia; en Irak ha habido atentados contra cristianos reunidos en el templo, o se han dado actos de sabotaje contra edificios cristianos.

Podríamos objetar a Jesús: ya me gustaría no tener miedo, pero de hecho lo tengo. Soy demasiado sensible a las actitudes displicentes, despectivas o incluso agresivas, de las otras personas; me azoran quienes, por mi condición de cristiano, me manifiestan rechazo, o quizá incluso representan cierta amenaza contra mi persona o contra mi integridad. Me gustaría ser más valiente, pero me agarrota demasiado el miedo; me pasa como a aquel ratón que les tenía miedo a los gatos, y para librarse de ese sentimiento pidió ser convertido en gato; pero a partir de ese momento empezó a sentir miedo a los perros. Seguía teniendo alma de ratón.

Jesús no se conforma con decirnos una, dos y hasta tres veces "no tengáis miedo"; nos dice por qué no lo hemos de tener: porque Dios cuida de nosotros más que de los gorriones. Y ahí es donde quizá podemos descubrir una raíz última de nuestro miedo y una invitación a creer más en este Padre, en su cuidado, una llamada a ponernos en sus manos. Más allá de la primera sacudida temblorosa que nos alcance, la confianza en Dios nos ayudará a sobreponernos y a seguir adelante en nuestra misión, como el profeta Jeremías.

Recuerda un escritor cristiano (A. Paoli) que «los primeros pilotos aéreos que trataron de atravesar la barrera del sonido perdieron la vida porque, al tener la impresión de topar con una superficie dura, de chocar contra una montaña, les sobrevino la reacción natural de frenar. Hubo uno más intrépido que, en lugar de frenar, aceleró, y pasó». Es una intrepidez de este género la que quizá necesitamos aprender.

El miedo tiene algo, o mucho, de bueno: es una señal que nos alerta de cierto peligro; pero no puede convertirse en el dueño de nuestra vida, en la clave desde la que la afrontamos, porque en ese caso se convertiría en un poder del todo negativo, verdaderamente letal. Estaríamos bajo su dominio, sometidos a él como unos esclavos, nos arrebataría en gran medida el mismo bien que deseábamos conservar, a saber, la vida misma. En efecto, el deseo, por así decir, compulsivo de sobrevivir nos obligaría a pagar un precio demasiado alto: entregarnos a todo lo que vale realmente la pena, con las incertidumbres y riesgos que entrañe; servir a aquellas causas que dignifican nuestra realidad humana, a lo que la hace verdaderamente valiosa y la convierte también en fuente de gozo. Si sólo pensáramos en los riesgos, nunca daríamos un paso en la vida. Ni le podríamos mostrar a Dios hasta qué punto nos adherimos a él y a su voluntad.