Domingo XIII del Tiempo Ordinario, Ciclo C

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

             

Este es un evangelio fuerte, como esas bebidas que queman cuando pasan por la garganta, puro alcohol sin rebajar. Ahora, al releerlo, vayamos por orden, y paremos primero mientes en una frase del comienzo de este relato evangélico: “Jesús tomó la decisión de subir a Jerusalén”. Es una fórmula algo chocante. Pero se explica: aquella no era una decisión cualquiera. Sin duda, para beber un vaso de agua no hace falta tomar ninguna decisión, sino seguir la propia apetencia; pero para beber un cáliz amargo sí hace falta decisión. Aquella subida a Jerusalén no era un viaje de recreo, ni siquiera una ilusionada peregrinación piadosa, una especie de romería. Era un camino que conduciría a Jesús a otro camino, al viacrucis, al camino de la cruz. La decisión no podía ser más seria. Esa breve frase: “tomó la decisión de subir a Jerusalén” nos da la clave para comprender todo lo que narra el evangelista Lucas en los capítulos siguientes de su obra; y nos da la clave para entender lo que viene inmediatamente a continuación en el relato de hoy.

Veamos la primera escena. A Santiago y Juan se los llama “hijos de trueno”. Aquí aparecen como padres del rayo, o como hijos de Júpiter. Pero su reacción nos invita a entrar en nosotros mismos y a caer en la cuenta de la facilidad con que nace en nuestro interior el deseo de tomar represalias cuando no nos han tratado bien: “¿por quién me han tomado? Se van a enterar de quién soy yo”; “a mí no se me hacen esas faenas”; “me las pagarán, porque mi dignidad no puede ser herida impunemente”. Jesús sube a Jerusalén como portador de la paz, en vida o en muerte, pase lo que pase, pero los discípulos, que físicamente le pisan los talones, están, en su ánimo, a enorme distancia de él, llevan incluso una marcha en sentido contrario: “hay que hacerse respetar, y el rechazo sólo se cura con la violencia. Estas gentes merecen un castigo ejemplar”.

Jesús, en su respuesta a las dos personas anónimas que quieren seguirle, no contemporiza, ni se anda con remilgos ni paños calientes. Presenta el seguimiento de forma tajante, incluso inhumana –nos vemos tentados a decir–. No nos toca defenderlo, sino seguirlo. Pero de nuevo recordamos el marco en que aparecen estas dos pequeñas historias: esa más que peligrosa subida a Jerusalén. Es el mismo Jesús que se muestra tan cercano a los pequeños, a los últimos, a los socialmente proscritos, por enfermedad o por quebrantamiento público de la ley. Su pasión por el evangelio y su sensibilidad le hacen llegarse a toda debilidad, pobreza y oscuridad humana. Ya la vez es el Jesús que nos apremia a cargar cada día con la cruz, a vivir el seguimiento sin apaños ni engaños; lejos, sí, de todo rigorismo legal, pero con radicalidad.

Sintonizan con estas palabras de Jesús unas reflexiones del card. Martini que quizá recordábamos ya otro día. El entonces obispo de Milán escribía en un testimonio del año 2001: “Hasta ahora yo tenía alguna reticencia a usar en el discurso público el término santidad; temía que fuera malentendido, que la gente pensara en una santidad de altar y se sintiera indigna. Empecé a cambiar de opinión el año pasado cuando hacía una catequesis, en la basílica de San Juan de Letrán, con ocasión de las  Jornadas Mundiales de la Juventud. La basílica estaba llena y el tema, querido por el Papa, era precisamente el de la santidad. Me di cuenta de que la atención se iba haciendo más intensa, y, después de mi catequesis, hubo una serie de intervenciones. Aquellos jóvenes habían comprendido perfectamente la belleza del ideal de la santidad. Desde entonces he tenido menos miedo a hablar y a veces, dirigiéndome a los jóvenes, llego a decir: es más fácil ser santos que ser mediocres; ser santos pide más compromiso, pero llena de gozo y de tensión moral y espiritual”.