Domingo V del Tiempo Ordinario, Ciclo C

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

           

“Mi marido siempre tiene razón”. Perdonad que empiece con este entrecomillado, unas palabras que pueden resultar demasiado fuertes, reflejo de un prejuicio machista lamentablemente interiorizado por una mujer. En realidad, son una especie de estribillo que se repite a lo largo de una novela, Viento del Este, Viento del Oeste, escrita por una mujer que fue premio Nobel de literatura, Pearl S. Buck, y publicada en tiempos algo lejanos, exactamente en 1929. Ese estribillo es incluso el broche que cierra el libro. Este acaba, en efecto, con una fórmula enfática de la protagonista, quien, tras haber escuchado una breve reflexión del esposo, declara: “me doy cuenta de que mi marido tiene razón, ¡que siempre tiene razón!”. La protagonista-narradora es una mujer china que, de la mano de su marido, un hombre chino que ha aprendido la medicina occidental en Estados Unidos, vive todo un proceso de apertura a la cultura americana. Antes de casarse, despreciaba esa cultura sin conocerla siquiera, por la simple creencia de que sólo la cultura china merecía tal nombre; todo lo demás se le antojaba ignorancia y barbarie.

Leyendo este pasaje evangélico de san Lucas parece que Pedro, en un decir no diciendo, también declara: “el Señor siempre tiene razón”, “mi Señor siempre tiene razón”. No entraba en los cálculos de Pedro volver a la brega, después de toda una inútil noche de fatiga. Y nos tememos que no considerara acertada la propuesta de remar, a esas horas del día, mar adentro y de aplicarse a faenar. Sólo porque Jesús lo dice se pone a la obra y echa las redes. Y comprueba que el Señor tiene razón. Y, poco más adelante, sólo porque Jesús se lo dice, lo deja todo y se va con él. Porque su primera reacción es la de retraerse, y, a decir verdad, no le faltan sus buenos motivos para pedir a Jesús que se aleje. Pedro confiesa con franqueza: “Señor, soy un pecador”.

Simón experimenta en carne propia y nos invita a descubrir nosotros cómo no somos los iguales de Dios ni estamos a su nivel. A Simón le sucede, pero de forma mucho más profunda, algo parecido a lo que le pasaba a Kwei-lan, la mujer china de la novela: su experiencia es limitada y no siempre atina en sus ideas. Aunque sea un hombre avezado en cuestiones de pesca, no lo sabe todo: desconoce lo que hay y se mueve mar adentro, más allá de las riberas del lago. Ha de abrirse a otros horizontes. En el fondo lo admite. De hecho, vemos que no apuesta con Jesús ni siquiera en el terreno en que él es un experto; no le dice: “mi palabra de pescador contra la tuya”. Y este mismo Pedro, que vuelve a tener razón cuando se reconoce pecador, una criatura que no puede compararse con el misterio infinito de Dios, y que hace muy bien en retraerse, tampoco se podrá aferrar en definitiva a esa certeza y a esa decisión. Porque nuestras razones tienen su valor y su verdad, pero han de ceder ante la palabra del Señor.

Esa es la manera de reconocer efectivamente que no estamos al nivel de Dios y que no somos sus iguales. Si él quiere asociarnos a su obra, nosotros, sencillamente, hemos de consentir. A ninguno de sus dones tenemos derecho ni a ninguna de sus llamadas hay que negarse. Hemos de saber revocar nuestras palabras y decisiones para aceptar las suyas. Es Él el que, como Jesús en esta historia, tiene la primera palabra, que va más allá y nos lleva más allá de nuestras objeciones, y es Él el que tiene la última, que va más allá y nos lleva más allá de nuestras retiradas. Sólo así reconocemos, de verdad y con las obras, quiénes somos nosotros y quién es Él, y cuál es la forma correcta de relacionarnos con él: la de darle siempre nuestra confianza y nuestro consentimiento. Sería bello que al final de nuestra historia, después de haber dejado que él la condujera, también nosotros pudiéramos decir con palabras parecidas a las de Kwei-lan: “me doy cuenta de que mi Señor tiene razón, ¡que siempre tiene razón!”.

Quizá, en ocasiones, nos tengamos que preguntar largo tiempo: “¿Qué quiere el Señor? ¿Cuál es su voluntad?”. Y habrá que buscar indicios de su querer en la escucha de la Palabra que resuena en las Escrituras, en la oración callada, en el diálogo con otros creyentes o con un ministro ordenado. Al término, lo que importa es que digamos: “aquí estoy, mándame”.