Domingo VII del Tiempo Ordinario, Ciclo B

Tus pecados quedan perdonados

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez 

 

 

Hasta hoy, en la lectura continua que hacemos del evangelio de san Marcos, hemos encontrado varias instantáneas de Jesús: lo hemos visto enseñar con autoridad, expulsar un demonio, orar, recorrer Galilea, curar a un leproso.

Hoy damos un paso más y nos asomamos a una nueva dimensión de la verdad del Señor. Descubrimos las profundidades a que alcanza su mirada y su palabra. Son las raíces más hondas, el centro mismo de nuestro ser personal, la fina punta del espíritu. Es ese santuario en que estamos a solas con nosotros mismos y con Dios, ese misterio último de nuestro ser que a nosotros mismos tantas veces nos escapa. Son, más en particular, esas heridas que no pueden ser tocadas por ninguna de nuestras artes: ni la medicina, ni la psiquiatría; esas zonas necrosadas que sólo pueden ser rehechas por aquel que nos es más íntimo que nuestra propia intimidad. Con Jesús vuelve a suceder lo que anunciaba Dios mismo por boca de Isaías: “Yo, yo era quien por mi cuenta borraba tus crímenes y no me acordaba de tus pecados”.

Podemos decir: «¡Mucho cuidado! ¡No empiece Vd. a ponerse serio y solemne! Eso del pecado es un asunto que no se puede “esgrimir” sin más ni más. Se ha hecho mucho daño manejando esa palabra. Se ha llamado pecado a cualquier fruslería, a una simple torpeza, a una “mentira piadosa”, a menudencias que no tienen ningún peso; se ha calificado de vicios cosas que no eran sino simples aficiones (el juego, la diversión); se ha martirizado a las conciencias por cuestiones fútiles e intrascendentes: por no guardar el ayuno eucarístico de forma estricta, soltar un taco, contar un chiste algo subido de tono, hacer un comentario ligero sobre un personaje público; se le ha quitado a la gente espontaneidad y se le hecho ver como malas y sospechosas las conductas más inocentes: por ejemplo, una leve caricia; se ha identificado el sentimiento de la propia dignidad con la soberbia. Con esas y otras triquiñuelas se ha envenenado el gusto de vivir.

Esa palabra hay que emplearla con mucho tacto. Salvo cuando se trata de un crimen, o de una injusticia que clama al cielo, o incluso de una frialdad e indiferencia espantosas ante la vida y la suerte de otras personas, deberíamos suprimir de nuestro vocabulario términos como “pecado”, “culpa”, “maldad”».

Y es verdad. Hay que saber discernir y calibrar para emplear las palabras. El mal uso y la inflación de una palabra puede conducirnos al extremo contrario: a depreciarla y a depreciar su sentido de tal modo que los borremos del vocabulario y del pensamiento. Por otro lado, en este mundo nuestro hay tanto olvido de Dios, tanto desorden, tanta injusticia estructural, tanta ceguera hacia el sufrimiento, tanta barbarie y violencia, tanto terror, tanto abuso de los más débiles, tantos niños humillados, vejados y víctimas de abusos de todo tipo, tanta mentira y tanto fraude, tanto egoísmo, que habría que estar inmensamente ciegos para no reconocer y negar la realidad del pecado.

Y también nos parece certera la palabra de Jesús: “el que esté sin pecado, que tire la primera piedra”. ¿Dónde puede estar nuestro pecado? De acuerdo, no cometemos grandes fechorías, atentados ni violaciones de lo justo. Pero ¿no hay injusticias a pequeña escala? ¿No nos puede más el amor a nuestros prejuicios, a nuestras preferencias demasiado viscerales, que el amor a la verdad? (Esto puede aparecer bastante de manifiesto en el mundo de la política y nuestra relación con la política.) ¿Brilla nuestra luz ante los hombres? ¿La tenemos escondida debajo del celemín? ¿Qué hacemos de los dones recibidos? ¿Somos acreedores a las bienaventuranzas? ¿Qué lugar ocupan los pequeños y necesitados en nuestra mente, decisiones y actuaciones? No nos lo preguntemos con ansiedad, sino con sencillez y franqueza.