Domingo I de Cuaresma, Ciclo B

Rumbo a la Pascua

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

 

 

Comenzamos la Cuaresma. Antes se la pensaba como un tiempo recio, porque la Iglesia apremiaba al ayuno, la oración, las vigilias. Ahora no creo que asuste a nadie. Pero hay un riesgo: que sea un tiempo igual de corriente (esperemos que no igual de baladí) que los demás. En este primer domingo podemos representarnos tres círculos concéntricos. Cada uno lleva un mensaje.

En el más amplio y general encontramos este cartel: “Este es el tiempo de la gracia, éste es el día de la salvación”. El anuncio de un tiempo especial de gracia y salvación nos dice lo que pretende ser toda cuaresma para nosotros. No ese tiempo recio que recordábamos, no cuarenta largos días de caras largas, no el martilleo de amenazas y castigos. Ahora es el tiempo de la gracia, ahora es el día de la salvación. La llegada de la cuaresma es una buena noticia, como lo es el anuncio de la cercanía de la primavera, tiempo de la luz y de la pujanza y renovación de la vida.

Y es que estos cuarenta días está iluminados por la Pascua del Señor. Ella es el polo que los imanta hacia sí, el acontecimiento que los sujeta y arracima. La gracia de la Pascua es la que queremos, durante este tiempo cuaresmal, disponernos a recibir y la que vamos acogiendo ya día tras día.

Un segundo círculo delimita con más precisión lo que puede ser la Cuaresma de este año litúrgico. Como sabéis, la liturgia está organizada en tres ciclos, que se corresponden con tres años. En la cuaresma del primer año (lo que se llama Ciclo A) la atención recae en nuestra condición de bautizados y en el significado del bautismo para nuestra vida: es una cuaresma ante todo bautismal. En el ciclo C la invitación que se nos dirige es a la penitencia: es una cuaresma ante todo penitencial. En el ciclo B, que es justamente en el que estamos, se nos impulsa especialmente a contemplar el misterio de Cristo. La oración colecta recoge muy bien el espíritu que ha de guiar y presidir los cuarenta días del año 2003: queremos que la gracia de Dios nos acompañe para alcanzar una comprensión mejor el misterio de Cristo y para vivir en plenitud este misterio.

Y hay un tercer círculo, que se refiere ya al domingo primero con que abrimos la cuaresma. Contemplamos a Jesús llevado por el Espíritu al desierto. Vive allí un tiempo de prueba y de cercanía de Dios. Y comprobamos cómo sale curtido y dispuesto a emprender la misión que el Padre le ha confiado. Ha visto las cosas más claras, se ha fortalecido interiormente, conoce que es el momento de proyectarse al anuncio de la buena noticia y a hacer presente en Israel el Reino de Dios.

El desierto es un lugar especial. Nos coloca lejos del frenesí de la vida ciudadana, lejos de la agitación del mercado y la Bolsa, lejos del hechizo de los escaparates y los grandes almacenes, lejos del murmullo de la plaza, lejos de las prisas de los transeúntes, lejos de los duelos parlamentarios, lejos de la marea inundatoria de palabras e imágenes que nos llegan desde los MCS, lejos de las oleadas de pasiones de los estadios deportivos, lejos del lujo de los salones, lejos de la amenidad de los campos. El desierto es un lugar de soledad y silencio. No nos queda más remedio que ir a lo esencial. Todo nos mueve a entrar en nosotros mismos, para lograr ver claro en nuestro interior, que puede estar agitado y algo turbio, aunque sólo sea por contagio ambiental. También a abrirnos a la relación con Dios: es la única compañía, dejadas aparte las fieras. (“El desierto es monoteísta”, decía Renan.)

Sin duda, no tenemos por qué desplazarnos físicamente al desierto de Judea en que estuvo Jesús, ni marchar al Sahara, ni siquiera a los parajes con dunas que hay en la zona en que yo vivo, en la cuenca del Manzanares (el pequeño río de Madrid). Pero cada día podemos crear en torno a nosotros un espacio de silencio, un tiempo de soledad. Para encontrarnos con nosotros mismos, para aprender a poner una distancia salvífica entre el tumulto de la vida ciudadana que fácilmente nos ensordece demasiado y no nos permite escuchar la voz de Dios en nuestra conciencia, para discernir mejor y hacer buenas opciones, para desintoxicarnos, para abrirnos a la Palabra de Dios que la liturgia nos propondrá día tras día, jalonando nuestro camino interior. Ésa es la invitación que podemos acoger este año.