Domingo IV del Tiempo Ordinario, Ciclo C

Autor: Padre Pablo Largo Dominguez

           

El pasado domingo centramos nuestra atención en la jornada de la Infancia Misionera. Hoy volvemos nuestra reflexión sobre la Palabra que se nos proclama este día. La sinagoga de Nazaret es escenario de un drama. Todo empieza bien, con palabras de aprobación de la gente. Pronto cambian las cosas: al oír el comentario de Jesús, todos se pusieron furiosos. Es una fuerte variación de humor que impulsa a los presentes atentar contra la vida de Jesús. Entre las distintas lecturas que podemos hacer de este momento inaugural seleccionamos una, que a primera vista puede resultaros extraña: “Dios defrauda nuestras expectativas”. Dicho así, sin matices, como un breve titular en letras gruesas y sin un subtítulo que explique las cosas, puede también provocar una reacción adversa: no digamos de furia, pero sí de desacuerdo y rechazo. Así que habrá que aclarar las cosas un poco más.

Sin duda, Dios es fiel a sus promesas. Y Dios da más de lo que podamos concebir o desear. Lo dice taxativamente el apóstol Pablo en distintos lugares, y él sabe muy bien lo que se dice. Pero, ¡claro!, no todo lo que nosotros esperamos coincide sin más con las promesas de Dios. Nuestras expectativas pueden ser algo o bastante ilegítimas. Podemos decirle a Dios: “haz también aquí en tu tierra lo que hemos oído que has hecho en Cafarnaúm”. No es necesario que le pidamos que nos toque la lotería, la bonoloto, el gordo de Navidad, o cualquiera de esos premios que nos resolverían un buen puñado de problemas (aunque quizá plantearan otros bastante ingratos). Tampoco precisamos pedirle que nos dé una vida regalada y cuajada de éxitos. Nuestros deseos pueden ser más modestos y perfectamente legítimos. Pedimos salud, trabajo, un moderado bien tirar, un porvenir seguro para nuestros hijos y nietos, buen tiempo para las cosechas; quizá también que gane el partido político con el que simpatizamos, o el equipo de fútbol del que somos hinchas y, acaso, socios. Y tantas otras cosas por el estilo. Queremos que la vida nos sonría y nos resulte cómoda; nada de pasar apuros. Y luego, claro, pedimos la vida eterna. En resumen: algo menos que la luna para esta vida y algo más que la luna para la futura.

Cuando las cosas no van como nos gustaría, podemos empezar a quejarnos a Dios, o a protestar por tenernos abandonados; quizá incluso tenemos tentaciones de desentendernos de Él, que parece desentendido de nosotros. Nos nacen movimientos de rebeldía. Acaso ta,mbién envidiamos a otros que parecen vivir alejados de Dios, se declaran agnósticos, o indiferentes, pero que tienen una enorme suerte en la vida. Son como la viuda de Sarepta y Naamán, el sirio.

San Agustín tiene unas palabras muy oportunas dirigidas a los pastores de la Iglesia. Dice así: «El pastor negligente, cuando recibe en la fe a alguna de las ovejas débiles, no le dice: Hijo mío, cuando te acerques al temor de Dios, prepárate para las pruebas; mantén el corazón firme, sé valiente. Porque quien dice tales cosas, ya está confortando al débil, ya está fortaleciéndole, de forma que, al abrazar la fe, dejará de esperar en las prosperidades de este siglo. Ya que, si se le induce a esperar en la prosperidad, esta misma prosperidad será la que le corrompa; y cuando sobrevengan las adversidades, lo derribarán y hasta acabarán con él.

«[...] Los cristianos tienen que imitar los sufrimientos de Cristo, y no tratar de alcanzar los placeres. Se conforta a un pusilánime cuando se le dice: “Aguarda las tentaciones de este siglo, que de todas ellas te librará el Señor, si tu corazón no se aparta lejos de él. Porque precisamente para fortalecer tu corazón vino él a sufrir, vino él a morir, a ser escupido y coronado de espinas, a escuchar oprobios, a ser, por último, clavado en una cruz. Todo esto lo hizo él por ti, mientras que tú no has sido capaz de hacer nada, no ya por él, sino por ti mismo”.

«[...] Dios predice al mismo mundo que vendrán sobre él trabajos y más trabajos hasta el final, ¿y quieres tú que el cristiano se vea libre de ellos? Precisamente por ser cristiano tendrá que pasar más trabajos en este mundo». Lo que Dios nos promete es hacernos participar en su amor. Este amor no nos regala la comodidad, sino que nos libra de la irritación, la furia, la rebeldía y la envidia y nos forja para la paciencia, la generosidad, el perdón, la justicia. Ese amor nos hace dilatar la mirada y la acción, para que no pensemos sólo en nosotros y en nuestro pequeño círculo, para que no nos movamos sólo por nuestro interés y el de nuestro pequeño círculo. Que las viudas y los Naamán extranjeros puedan conocer la bendición de Dios y que ésta les pueda llegar a través de un amor nuestro a la vez muy abierto y muy concreto.