Domingo IV del Tiempo Ordinario, Ciclo A

Dichosos los misericordiosos

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

 

 

Un benedictino belga publicó hace años un estudio sobre las bienaventuranzas. Una minucia: tres gruesos tomo, más de mil páginas en total. ¡Benedictino tenía que ser. Hombre dedicado a una rumia paciente, sacándole todo el jugo a cada frase, destilando gota a gota toda la sustancia de las palabras de Jesús! 

Nosotros no estamos para hacer ese trabajo de benedictino. Nos conformaríamos con una mínima cata, una pequeña degustación, algunas gotas de esa sabiduría que van desprendiendo las palabras de Jesús. En lugar de probar todas y cada una de las palabras y de acabar quizá algo mareados, vamos a escoger una sola, y a meditar unos instantes sobre ella. Podemos elegir la que se encuentra en medio, la quinta: "Dichosos los misericordiosos, porque alcanzarán misericordia".

Imaginemos una habitación en la que hay un piano. Se hace sonar una nota. De repente, un cristal de la ventana, situado a cierta distancia, empieza a vibrar. Conste que no lo ha tocado nadie. No parece que haya un duende que esté jugueteando con él. Y tampoco vamos a decir que el cristal esté vivo y que se ha puesto a vibrar espontáneamente. ¿Qué ha pasado? Un físico nos lo explicaría hablándonos de la resonancia. Eso es ser misericordioso: ser capaz de entrar en vibración, dejar que repercutan en uno los mensajes que lanzan otras personas, participar en el sentimiento de los otros, particularmente de los que sufren. Uno no pone simplemente cara de circunstancias, como pide el decoro social, sino que experimenta condolencia. Los sufrimientos del otro, de los otros, le llegan al alma, y la suya no es un alma de trapo.

Claro, la misericordia no se ha de confundir con un bello pero ineficaz sentimiento. No se agota en un "Dios te ampare". Es activa. Desencadena los resortes de la acción. Ahí tenemos el caso del buen samaritano. No se detiene en lamentos vanos; ni se conforma con quejarse de la impunidad de los malhechores y del aumento de la delincuencia. Se deshace en atenciones con ese pobre hombre tirado en la cuneta. Y se muestra espléndido a la hora de sufragar los gastos de la recuperación, una vez ha dejado al malherido en buenas manos. Él presta los primeros auxilios en carretera, pero luego acude a la red de servicios disponible. Ser samaritano no quiere decir ser experto en todo y resolverlo uno todo. Aquel hombre tenía que seguir atendiendo a sus negocios. Pero cuando dejó a otros al cargo del enfermo, salió garante de los gastos que ocasionaran las curas.

Pero la misericordia es algo más que acción eficaz. San Pablo decía: "aunque entregara mis bienes a los pobres, si no tengo amor, no sirve de nada". Para que el mundo viva, para que la gente respire, se necesita algo más que eficacia: se necesita comunicación, humanidad, un suplemento de alma, contacto personal.

Un tercer rasgo de la misericordia es el desinterés. Y, sin embargo, Jesús dice: "Dichosos los misericordiosos, porque alcanzarán misericordia". Él, que también había declarado que hay más alegría en dar que en recibir, acentúa aquí que Dios tiene misericordia de quien la ha tenido con los otros. ¡Cómo no va a vibrar Dios con el sufrimiento de los que han vibrado con el dolor de los demás! No puede quedar indiferente antes estos hijos suyos en los que reconoce la presencia de sus entrañas de amor.