Domingo II del Tiempo Ordinario, Ciclo A

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

 

 

Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo

¿Cómo? ¿Otra vez el bautismo de Jesús? Pues, sí. O algo parecido. La liturgia repite. Salió tan bien la escena que ha tenido que bisar. Se nos ofrece la posibilidad de tener un regusto de la fiesta del Bautismo de Jesús, un reencuentro con aquel momento de su vida. Podemos rumiar el alimento del domingo pasado, para asimilarlo mejor.

Continúa la presentación de Jesús. Descubrimos nuevos aspectos, que nos habían pasado desapercibidos. ¿Qué nos dice de él el profeta Isaías, en el nuevo canto del siervo? Tres pinceladas: primera, este hombre es la causa de la alegría de Dios; segunda, ha recibido una consigna singular: "une y vencerás", "reúne y vencerás"; tercera, se remacha su condición de hombre universal y sin fronteras. Es un vecino de la aldea global.

El evangelio lo describe con unos títulos misteriosos. Comprenderíamos fácilmente quién es este hombre si se nos dijera que es un empresario de la industria textil, o un trabajador de la industria maderera (y parece que nos habían contado que era carpintero, o algo parecido: en fin, alguien del ramo de la construcción). Y también comprenderíamos fácilmente quién es este hombre si se nos dijera que es un pescador del lago de Genesaret, o un armador que tiene una flotilla navegando por las costas del Mediterráneo.

Pero no se dice nada de eso. Juan Bautista nos espeta dos frases enigmáticas: "Éste es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo". "Ése es el que ha de bautizar con Espíritu Santo". Y de nuevo aparece la frase que lo corona y remata todo: "Éste es el Hijo de Dios". Por de pronto, hay algo llamativo en él: abarca mucho (quita el pecado del mundo) y aprieta o ahonda mucho (bautiza con Espíritu Santo). Su acción es por igual extensa e intensa. Llega a todo lo ancho del mundo y a todo lo profundo de las personas (esto último es lo que significa "bautiza con Espíritu Santo").

Quita el pecado del mundo: a esta humanidad rebelde y desamorada de que formamos parte no se le ha dado una sentencia de condena, no se la ha borrado del mapamundi, no se le ha dicho: "ahí te pudras". Al contrario, a esta humanidad desamorada y rebelde se le ha perdonado. Ha sido objeto de una piedad mayor que su rebeldía y su desamor. Y esa piedad que perdona se ha hecho presente por medio de Jesús: la imagen de Cordero nos lo presenta vulnerable, indefenso, inocente, ajeno a toda agresividad violenta, solidario hasta el fondo con nosotros, tomando sobre sí esa condición pecadora y desamorada, dejando que se ejerza sobre él la violencia destructiva de los hombres, absorbiéndola, ofreciéndose al Padre y mostrando la voluntad reconciliadora de Dios, que nos quiere en comunión con él y en comunión los unos con los otros. Vemos así cómo en él se cumple esa pincelada del profeta: "reúne y vencerás", "une y vencerás"; y la otra: la de ser un hombre universal y sin fronteras, hasta el punto de que es el que rompe y barrena las fronteras. Así, nuestras vidas no serán unas vasijas rotas, unas vidas fallidas.

Y es que también hay que fijarse en la otra frase, en que bautiza con Espíritu Santo: inyecta en nosotros, pecadores, la dichosa posibilidad y el apremiante deber de ser dóciles como él ("aquí estoy, Padre, para hacer tu voluntad"), de entregarnos, de ser humanidad enamorada. Los bautizados con Espíritu Santo son capaces de ser y están urgidos a ser humanidad dócil y enamorada, arcilla dócil y "polvo enamorado" –como decía el poeta–.