Domingo II de Cuaresma, Ciclo C

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

           

1. Si del Evangelio del domingo pasado (el de las tentaciones de Jesús) podemos decir que sabía a Pascua, también lo podemos decir del evangelio de hoy. Aquel sabía a Pascua porque en él Jesús afronta un arduo combate; pero también aparece victorioso. Así se anticipaban el último combate y la victoria definitiva del Señor que es la Pascua.
            2. Hoy, de nuevo, nos hallamos ante otro episodio singular, y con el mismo sabor a Pascua. Los dos personajes que acompañan a Jesús conversan con él sobre su muerte; pero por otra parte Jesús aparece vestido de blanco, el color de la victoria. Y estos dos personajes son Moisés y Elías. Del primero se desconocía la tumba. Y del segundo se contaba que no murió, sino que fue arrebatado en un carro de fuego a los aires. Uno y otro habían tenido un fin misterioso. Ahora acompañan a Jesús y, así, parece insinuársenos que el que es un profeta mayor todavía que Moisés y que Elías tendrá un fin superior al de ellos. Por eso sabe a Pascua este extraño relato. Pedro es testigo de ese sabor a gloria.
           3. Es bueno que nos detengamos algo en la experiencia de los discípulos: en su sopor y en su deslumbramiento. Porque el sopor de los discípulos puede ser nuestro sopor, nuestro sueño; y su iluminación puede ser la nuestra. También nosotros podemos subir con Jesús al monte. Y ese monte se llama «oración».
Si tenemos los ojos nublados, no podemos contemplar la belleza o la gloria de las cosas. Si tenemos la mente oscurecida, viviremos ajenos a la verdad, engañados por las apariencias, llamaremos «bien» al mal, y «mal» al bien, no sabremos poner el verdadero nombre a lo que hacemos y a lo que nos pasa. Si tenemos el corazón sordo, viviremos en nuestro aislamiento, que no podrá ser un espléndido aislamiento, sino un aislamiento con sabor a vacío y a muerte.
El milagro se ha de producir en los ojos, abiertos para descubrir el verdadero brillo y la verdadera gloria de las cosas. El milagro se ha de producir en la mente, abierta a la verdad profunda de los seres. El milagro se ha de producir en el corazón, por fin dócil a la palabra de Dios y a sus llamadas. ¿Dónde se podrá producir el milagro de ese encuentro si no es en la oración? ¿No nos hemos dado cuenta en más de una ocasión de cómo desaparecía esa nube de nuestros ojos, que no nos dejaba ver las cosas con objetividad, o con una mirada reconciliada? ¿No se nos han despejado ciertas dudas de la mente en la oración, en cuyo ámbito el misterio de Dios (un misterio que no podemos rasgar) se ha acercado a nosotros y nos ha instalado de nuevo en la certeza? ¿No se ha curado más de una vez nuestro corazón (su dureza, su insensibilidad, su egocentrismo) en la oración? ¿No hemos cobrado en ella más claridad, más verdad, más coraje? ¿Nos parecerán desdeñables esas piezas?
Desde la oración, desde sus altos y sus bajos (porque el sopor manda en ella muchas veces), reemprendemos el camino de la vida y sus tareas.