Domingo II de Cuaresma, Ciclo B

“Se transfiguró delante de ellos”

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

 

 

Un escritor cristiano primitivo, el autor de la carta a los Efesios, deseaba que los cristianos de Éfeso comprendieran, junto con todos los creyentes, cuál es la anchura, la longitud, la altura y la profundidad del amor de Cristo (Ef 3,18). En la escena del evangelio de hoy podemos asomarnos algo a las dimensiones inabarcables de este amor y del misterio de Jesucristo. Es lo que pedíamos a Dios el domingo pasado: poder penetrar más en la comprensión de la verdad de Jesús.

Los discípulos que lo acompañan saben algo de Jesús. Al menos, que no es un israelita más. Quizá barruntan que hay en él algo muy especial, y por eso lo siguen. Pero esto es a todas luces insuficiente. Es en esta experiencia del Tabor donde se les presentan y se nos presentan las dimensiones reales de Jesús. Nuestra visión de las cosas deja de ser superficial y chata cuando aprendemos a verlas como nudos en que confluyen distintos hilos; o, también, cuando se nos descubren unas conexiones que antes nos pasaban desapercibidas.

Y, así, de repente, cuando vemos a Moisés y a Elías conversando con Jesús, nos damos cuenta de que este interlocutor no es un hombre que entra, como un nuevo sumando, en una lista de hombres sin atributos, como, por ejemplo, la lista telefónica de una población cualquiera. Y advertimos que tampoco es un piadoso israelita más: sin duda, lo hemos visto confundido con la masa de judíos que se acercaban al bautismo de Juan, formando parte de una multitud de penitentes; pero ahora se nos presenta con su verdadero relieve. Moisés y Elías son dos hombres singulares, de una magnitud incomparable para la historia del pueblo de Dios: Moisés, por su papel decisivo en el nacimiento de la religión de Israel; Elías, por la misión que desempeña en un momento crucial de la historia de ese pueblo tentado en su fidelidad al Dios único por los cultos y la cultura de la religión cananea. Quizá, sobre ese fondo, aprendemos a ver mejor el tiempo de Jesús como un tiempo de orígenes y un tiempo crucial. Está sucediendo algo nuevo, que prolonga y a la vez supera el pasado. Moisés y Elías le dan profundidad histórica a Jesús. Él no aparece como un simple episodio que se añada a otros anteriores, sino como una verdadera cima. Nos lo viene a insinuar la altura del monte sobre el que se produce este sorprendente encuentro.

Y la nube, la voz que resuena y el contenido de la revelación que trae la voz nos remiten a otra dimensión de Jesús. Ya no es sólo su profundidad histórica; es, si podemos decirlo así, su profundidad trascendente. Descubrimos una relación teologal que da a su persona, a su presencia y a su palabra una dimensión de eternidad. Este hombre transfigurado no es un fenómeno llamativo, pero a la postre pasajero, en la historia humana; no es un accidente algo destacado en la geografía humana, pero sujeto como todo lo humano a la erosión del tiempo, del olvido, o del simple pulular de otros fenómenos nuevos. Es el Hijo amado de Dios y su palabra definitiva.

La transfiguración nos acerca así a la verdad de Jesús, a las dimensiones de esta verdad. La rescata de la insignificancia en que pueden envolverla la rutina, las visiones superficiales, el choque de las palabras contrapuestas que circulan sobre él. Para los discípulos, esta experiencia es como la de quien entra en una de ciertas salas de cine (IMAX) con un sistema en tres dimensiones y en cuyos reportajes te sientes como envuelto y sumergido tú mismo. En este escenario del monte los discípulos alcanzan una visión nueva en que la verdad de Jesús aparece en su altura, su longitud, su anchura y su profundidad. El tiempo de Cuaresma, enfilado hacia la Pascua, la muerte y resurrección del Señor, nos lleva a la inmersión en esa verdad.