Domingo II de Cuaresma, Ciclo A

Este es mi Hijo. Escuchadlo

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

 

 

Si desaparecieran los evangelios, pero nos quedara este pasaje, sin duda perderíamos mucho: no sabríamos nada de la misión concreta que desempeñó Jesús; nada de su mensaje y enseñanza; nada (al menos de forma directa) de su modo de tratar a la gente: de su cercanía a los enfermos, de su extraño poder de rehacer vidas rotas; nada de los conflictos concretos que tuvo.

Y sin embargo, sabríamos tanto... Lo veríamos envuelto en un nudo de relaciones decisivas. No con el señor al que le reparó una casa en la ciudad de Séforis cuando se dedicó a su oficio manual (tampoco lo sabemos ahora); no con su familia: su madre, José, sus parientes, por significativo que sea esto. Pero sería el hombre que tenía unos vínculos sorprendentes con los grandes hombres del Antiguo Testamento: Moisés, el que condujo al pueblo hasta la Tierra Prometida, el que recibió el don de la Ley para Israel, el que intercedió por el pueblo ante Yahvéh; y Elías, el gran defensor de la fe en el único Dios, frente a los cultos idolátricos, el gran testigo del Dios vivo. Son dos hombres que tuvieron un final extraño: de Moisés se desconoció siempre el lugar de enterramiento; de Elías se nos dice que fue arrebatado al cielo en un carro de fuego. En ese sentido, podríamos adivinar que esos dos hombres anticipan la realidad de Jesús, quien sin embargo los desborda en la misión que realiza y en el destino final que tiene. Veríamos en él la culminación de la historia de Dios con su pueblo.

Sabríamos más cosas. Sabríamos que tuvo un círculo de discípulos: Pedro, Santiago, Juan. Discípulos y testigos, que comieron y vivieron con él, que fueron testigos de su vida desde el bautismo hasta el final, que recogieron esas palabras luego se llevaría el tiempo, que a su debido momento contaron lo que habían conocido y experimentado de él, después de haber mantenido en silencio esta experiencia del Tabor y acaso otras más.

Sabríamos, sobre todo, que tuvo una relación vertical singularísima, única: vivía en comunión con el Dios invisible, y que Dios mismo, en unas palabras que revelan la verdad última de Jesús, lo declara formal e inequívocamente su Hijo, el amado, su predilecto. Sabríamos así de su identidad profunda, de su misterio último, de su doble y radical presencia: ante Dios y ante nosotros.

Sabríamos, de este modo, que la suya no era una palabra cualquiera. Era, o bien una palabra que le había entregado su Padre, o bien una palabra que refrendaba su Padre, o, mejor, las dos cosas a la vez. Por eso es la misma voz la que dice: "Escuchadlo". Sí, "escuchadlo", porque él es el profeta del Invisible, porque quien acoge sus palabras y las pone en práctica agrada al Padre y cumple su voluntad.

Sabríamos que era un ser verdaderamente humano, no un extraterrestre: es el hijo de Dios, pero también se lo llama "el hijo del Hombre". Quizá nos quedáramos algo a oscuras sobre el significado de esa expresión, aunque nos ayudaran algunos pasajes del Antiguo Testamento.

Sabríamos, en fin, que había tenido un destino de muerte, pero que había sido vencedor de la muerte; que él había anticipado este destino. Quizá nos atreviéramos entonces a decir que, al resucitar de entre los muertos, anticipaba en sí el fin de la historia, abría para todos un horizonte de vida y de esperanza hasta entonces tan inalcanzable como deseado.

Todo está, pues, condensado aquí, en estos nueve versículos, algo más largos que un padrenuestro y algo más breves que el Credo de Constantinopla. Todo lo que en definitiva necesitamos saber y todo lo que nos cabe esperar, y todo lo que debemos hacer en el camino de la vida. En nuestro camino cuaresmal, estas palabras son el bordón en que podemos apoyarnos, la luz que nos indica la dirección y el destino final, la inmensa comitiva que nos acompaña. Por tanto, acojamos esta verdad de Jesús, que vertebrará nuestra vida; escuchemos durante este tiempo de gracia todas sus palabras.