La caridad

Autor: Rev. Martín N. Añorga

 

     
Probablemente muchos de nosotros hemos oído hablar de Narciso, una figura mitológica alrededor de la cual se tejen muchas historias fantasiosas, aunque todas coinciden fundamentalmente con el mismo argumento. Se trata siempre de un hermoso joven que se enamora de sí mismo.

En una versión contada por Ovidio, poeta romano nacido casi medio siglo antes de Cristo, el joven Narciso era asediado por una ninfa llamada Eco, la que castigada por la diosa Hera estaba condenada a hablar repitiendo las últimas palabras que oía. Se hallaba un día escondida en el bosque y cuando Narciso pasa por el lugar, ésta se hace notar, lo que provoca la pregunta del joven, “¿hay alguien aquí?”. Ella responde, “aquí”, “aquí”, y de inmediato se aparece ante él con provocativa actitud, ofreciéndole amor; pero Narciso la rechaza, alejándose del lugar.

Entristecida, la ninfa Eco busca refugio en una cueva hasta que desaparece; pero queda para siempre su voz, condenada a repetir la última palabra que escucha. Enojada por la actitud de Narciso, la diosa de la venganza, Némesis, lo condena a enamorarse de sí mismo, llevándolo a un estanque donde se extasía contemplando su propia imagen reflejada en el agua. De tal manera Narciso ama su figura que cae al estanque donde muere ahogado. Nació allí una flor que lleva el nombre del joven.

Hay otras formas de contar la misma historia, y entre ellas, una que hizo famosa la inventiva de Oscar Wilde, el cínico escritor inglés. Solamente reseñamos el final de la misma. Cuenta Wilde que el lago lloraba por el joven ahogado. Y explicó el porqué de sus lágrimas de esta manera: “Lloro por Narciso porque cada vez que él se recostaba sobre mi orilla yo podía ver, en el fondo de sus ojos, mi propia belleza reflejada”.

La enseñanza es clara: Narciso es la expresión máxima y simbólica de la vanidad. Hay una pintura titulada “Todo es Vanidad”, obra del talentoso joven C. Allan Gilbert, que es impresionante. Presenta a una joven ante el espejo de su tocador, en cuya repisa abundan los pomos de cosméticos. La forma del espejo y la imagen de su figura se combinan para ofrecernos el espectáculo grotesco de una carabela. La belleza es vanidad, porque va rumbo al envejecimiento. Es vanidad el falso retoque que pretende resaltar nuestras características mejores, porque el final que espera a todos es el de la muerte.

La vanidad es la excesiva concepción positiva que pretendemos exhibir de nosotros mismos, es creernos más atractivos, inteligentes y listos que todos los demás seres humanos. Es sutil la definición de Bernard Le Bouvier de Fontenelle: “la vanidad es el amor propio al descubierto”.

Es conocida la expresión bíblica en el Libro de Eclesiastés: “Vanidad de vanidades, dice el Predicador, vanidad de vanidades, todo es vanidad”. En el mismo libro afirma el autor: “he probado el placer, he seguido la voz de mi corazón, ¡diviértete! Y he aquí también esto era vanidad”. La pregunta que es procedente es ésta: ¿es la vanidad un pecado? A menudo el pecado es el exceso de una virtud. Por ejemplo, el ahorro exagerado se convierte en avaricia, el gusto por comer puede convertirse en gula, y en lujuria un deseo amoroso normal. San Pablo nos recomienda que tengamos de nosotros un concepto personal equilibrado, pero cuando ese concepto personal sobrepasa el límite, y nos consideramos la más santa de las personas o el más inteligente del barrio, caemos en un ruedo vanidoso del cual nos cuesta trabajo salirnos.

La Biblia exalta el valor del ser humano, respeta la individualidad y promueve el espíritu de superación, sin embargo, está presta para condenar la vanidad. Por ejemplo, en el quinto verso del salmo 101, el Señor declara: “no toleraré al de ojos altaneros y de corazón arrogante”. En otro salmo se afirma que “como una sombra anda el hombre; ciertamente en vano se afana”.

La vanidad bien administrada es positiva.. Una mujer bien arreglada se hace más bella, un hombre correctamente vestido es más atractivo. Luchar por obtener un título universitario que nos capacite para desempeñarnos mejor en la vida, y que se nos llame después “doctor”, no puede jamás ser visto como una vanidad si el objetivo que nos ha impulsado no es el de elevarnos sobre otros, sino el de servir a los demás.

La vanidad es una característica propia del ser humano que debe ser manejada con cordura; pero lamentablemente hay excesos que son criticables. Es bueno que pensemos si la impresión que queremos dar se debe a un sentido de inferioridad que necesitamos superar, aunque sea ficticiamente. Fernando Díaz Plaja en su obra clásica “El Español y los Siete Pecados Capitales” desarrolla la tesis de que por vanidad queremos aparentar más de lo que somos y más de lo que tenemos, incluso hasta después de muertos.

“¿Y qué mayor soberbia que la de ese auténtico Tenorio arrepentido, Juan de Mañara”, se pregunta Díaz Plaja, y se contesta: “Creyó dar ejemplo exquisito de humildad mandando que pisaran todos las piedras que cubren sus restos, a la entrada del Hospital de la Caridad de Sevilla. Su lápida dice: “Aquí yace el más grande pecador del mundo”.”¿Cabe mayor petulancia?”, se pregunta el autor. Bien lo define Ernesto Sábato, un escritor argentino: “La vanidad es tan fantástica, que hasta nos induce a preocuparnos de lo que pensarán de nosotros una vez muertos y enterrados:”.

Precisamente, Ernesto Sábato es el autor de una novela psicológica, de suspenso, titulada El Túnel, en la que el protagonista, un oscuro pintor llamado Juan Pablo Castel confiesa haber asesinado a María, su amante, la única mujer que le alabó un cuadro, y de cuya integridad termina dudando. Expresa Sábato: “la vanidad, cuando se la imagina que no existe en absoluto, se la descubre de pronto en su forma más sutil: la vanidad de la modestia … la vanidad se encuentra en los lugares más inesperados: al lado de la bondad, de la abnegación, de la generosidad”.

Yo no conozco a nadie que reconozca ser vanidoso. La vanidad es un pecado que se exhibe, sin confesarlo. Es bueno, pues, que aprendamos a administrarnos pues hacemos el ridículo cuando queremos aparentar lo que no somos, sobre todo ante gente que sí sabe lo que somos.

Me encanta este pensamiento de Jacques Benigne Bossuet, en la oración fúnebre de Enriqueta Ana de Inglaterra: “todo es vano en nosotros, excepto la sincera confesión que hacemos ante Dios de nuestras vanidades”.

“Vanidad de vanidades, todo vanidad”. ¿Tendrá razón el sabio predicador bíblico?.