El desfile de Belén 

Autor: Rev. Martín N. Añorga

 

     
El personaje central de la Navidad es, en esto coincidimos todos, el santo niño-Dios recostado en la tranquila pobreza de un pesebre; pero ante el milagro de su nacimiento en Belén, la adormecida aldea en la que se produjo el hecho portentoso de su llegada, hubo un interesante desfile que nos es placentero recordar.

Empecemos mencionando la gloriosa presencia del ángel. “No tengan miedo, miren que les traigo buenas noticias”, fue el mensaje del cielo para los asustadizos pastores que vieron un brillo desusado en la esfera celeste. La voz que ampara y santifica el breve espacio del establo es la de Dios: la Navidad es buena noticia; el miedo se deshace cuando aceptamos que el Hijo de Dios está al control de nuestros destinos.

Es interesante que para anunciar el nacimiento del niño Jesús un ángel no fue suficiente. Nos cuenta el evangelista que “una multitud de ángeles del cielo”, que usaba como escenario la infinitud del espacio cantaba “gloria a Dios en las alturas”. Es que la Navidad no es meramente un suceso que cabe en un tramo de geografía, se trata de un hecho único, cósmico, imperecedero y revelador de los planes de Dios para la gracia de nuestra redención.

Como un asombroso contraste la voz que se deja oír en Belén, después de la de los ángeles, es la de los pastores, hombres que vivían en pobreza y soledad. ¿Por qué el anuncio del advenimiento del Hijo de Dios no se produjo desde la cúspide de las catedrales o desde las torres de los palacios? La respuesta la tenemos en las palabras del profeta Isaías que cita Jesús como una descripción de su propio ministerio: “El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido para anunciar las buenas nuevas a los pobres. Me ha enviado a proclamar libertad a los cautivos y dar vista a los ciegos, a poner en libertad a los oprimidos, a predicar el año agradable del Señor”.

La expresión de los pastores es un reto para los que no se deciden a acercarse al Señor ni están dispuestos a recibir su revelación. “Vamos a Belén a ver esto que ha pasado y el Señor nos ha dado a conocer”, dijeron los humildes cuidadores de ovejas, sin sospechar siquiera que aquél con quien van a encontrarse asumirá la identidad de un pastor. Jesús santifica la más grisácea de las funciones al hacerse pastor para guiarnos y protegernos, a nosotros sus ovejas.

Corrieron los días y se escuchan en Belén las voces de los sabios que desde el Oriente vienen a tributar honores al Niño-Dios. Los tradicionalmente llamados “reyes magos” fueron guiados por una brillante estrella que desde las alturas les servía de infalible brújula.

A lo largo de los siglos los investigadores han querido identificar la estrella de Belén. Unos dicen que fue un cometa, otros arguyen que fue la coincidencia orbital de dos astros. No faltan los que hablan de un aerolito o de una explosión astral. Los que nos refugiamos en nuestra fe creemos que la estrella de Belén fue creada especialmente por Dios para anunciarnos la presencia de su Hijo amado entre nosotros y proclamar la gloria de su inmenso poderío. Recordemos la expresión del salmista: “Los cielos cuentan la gloria de Dios, el firmamento proclama la obra de sus manos’

Los sabios de Oriente lanzaron una recia pregunta: “¿Dónde está el rey de los Judíos que ha nacido? Vimos levantarse su estrella y hemos venido a adorarlo”. Es oportuno señalar que hoy día el sentido de la búsqueda espiritual ha declinado de forma preocupante. Estamos amenazados por un secularismo galopante, un nocivo relativismo moral y un apego insaciable al placer. Escribía alguien en un reciente artículo que “antes de abandonarla, hay que disfrutar de la vida”. Es necesario que nos repitamos la pregunta de los legendarios monarcas de Oriente de los que se habla en el Nuevo Testamento: “¿Dónde está el rey que ha nacido? La respuesta la hallaremos en Las Escrituras, no en las desviaciones de supuestas asunciones religiosas que carecen de base bíblica. Citamos las palabras del Apóstol San Pablo a los Colosenses: “Gobierne en sus corazones la paz de Cristo … que habite en ustedes la paz de Cristo con toda su riqueza”. Al Cristo de Belén lo encontramos en Las Escrituras y en la devoción con que las tratamos, pero una vez encontrado, donde El quiere habitar es en nuestros corazones.

Encontrar a Jesús no es un incidente despojado de compromisos ni una experiencia ocasional. Cuando los sabios de Oriente, dirigidos por la estrella encontraron al Niño-Dios “postrados le adoraron”. Encuentro y entrega son dos experiencias que encierran el significado verdadero de la vida cristiana. Curioso es el hecho de que los visitantes reales, después de su encuentro con Jesús, se regresaron “por otro camino”. La explicación dada por el escritor sagrado es que fueron avisados en sueños del peligro que corrían frente a la violencia desatada por Herodes; pero nosotros encontramos en ese hecho un precioso significado: ¡los que se encuentran con Jesús no pueden andar por los mismos caminos que anduvieron antes del encuentro! La vida cristiana, como muy bien la define San Pablo en su Carta a los Corintios, se resume en esta gran verdad: “el que está en Cristo nueva criatura es”.

La Navidad, en efecto, es un desfile. Los ángeles hablan de la gloria de Dios y del milagro del recién nacido; los pastores proclaman que la verdadera riqueza no está en lo que se tiene sino en lo que se es; los sabios de Oriente nos enseñan que el encuentro de Jesús nos pone de rodillas y nos indica nuevos caminos. Y aún la solitaria y brillante estrella de Belén nos proclama que Dios es el Señor de los astros y de los cielos. En cierta ocasión fui invitado a un programa muy popular de la televisión nacional para participar de una entrevista de la que también participaba una joven astróloga que hablaba de signos del zodiaco y de la influencia de los planetas. Cuando el moderador del programa quiso saber mi punto de vista, ésta fue mi respuesta: “Yo le llevo una gran ventaja a la joven astróloga. Ella cree en los astros, yo creo en quien los hizo”.

En la Navidad, no podemos ignorarlo, hay dos personajes siniestros: Herodes y el anónimo dueño de la posada en la que le negaron albergue a José y a María, a punto ésta de dar a luz. Estos dos despreciables individuos se anticipan al severo aviso del anciano Simeón a María: “este niño está destinado a causar el levantamiento y la caída de muchos en Israel, y a crear mucha oposición, a fin de que se manifiesten las intenciones de muchos corazones. En cuanto a ti, una espada te atravesará el alma”. En efecto, las sombras desafían a la luz y el mal quiere destruir el bien. Jesús, el redentor de nuestras vidas, ha sido y es objeto de persecución y crueldad. De aquí que quienes le amemos no podemos evitar seguir el consejo bíblico: “el que dice que permanece en El, debe andar como El anduvo”.

Estamos en la época de Navidad, ocasión para arrancar de nosotros sentimientos contrarios a los de Cristo y de acogernos a la placidez y seguridad de su santa presencia. Herodes murió indignamente, el mesonero ha cargado sobre sus hombros el desprecio de los siglos; pero la estrella sigue brillando en el cielo y el mensaje de los ángeles sigue proclamándonos la vigencia eterna del mensaje redentor del precioso niño-Dios.