!Bendecido Domingo de Resurrección!

Autor: Rev. Martín N. Añorga

 

     
La primera vez que celebramos un Domingo de Resurrección frente al mar fue en mis días iniciales de seminarista, hace ya más de sesenta años. El Seminario está enclavado frente al río Yumurí en la etapa casi final de su recorrido, donde sus ya cansadas aguas van acercándose a su destino en la bahía de Matanzas para disolver su vida en un breve torbellino de espumas.

Era apenas las seis de la mañana cuando desde el este, entre nubes rojas, paisajes verdes y un mar teñido de prometedores colores, apareció glorioso y conquistador el sol. Se hacía de día y la noche huía despavorida en procura de otros horizontes. Desde el escenario natural del Seminario se dejaron oír las notas melodiosas de himnos saludando al Señor resucitado, simbolizado por el milagro del astro rey surgiendo del oscuro vientre de la noche.

Desde aquel amanecer hasta hoy, he sido testigo de muchos domingos de Resurrección. Nunca olvidaré el amanecer en que acompañé a los miembros de la Iglesia Bautista del reparto Sueño en la ciudad de Santiago de Cuba a las inmediaciones de la Gran Piedra. Oscura la noche a las 4 de la madrugada ascendimos por estrechos vericuetos que después descubrí que bordeaban imponentes abismos. Nos acomodamos en una alta explanada y antes de las seis, vimos como se filtraban por entre las negruzcas nubes los primeros rayos del sol de un nuevo día. Un nutrido coro cantó “El Señor Resucitó”. No sé en cuantos kilómetros a la redonda pudo escucharse esa bella música; pero lo cierto es que el espacio multiplicaba el fervor de las voces mientras el sol se hacía rey de los cielos. Extraordinaria imagen preparada por Dios para que entendiéramos el milagro supremo del retorno de Jesús a la vida.

He visto amaneceres en muchos otros lugares. Un año, en la más boscosa zona de Villahermosa, capital del estado de Tabasco, en México, -eran tiempos de paz, no como los de ahora- íbamos en una avioneta con un misionero norteamericano hacia un remoto sitio selvático conocido como Poza Redonda. Al ver que yo notaba que su avioneta carecía de instrumentación me dijo sonriendo el predicador piloto: “Me guío por el río Grijalva, allá abajo. No importa lo oscura que sea la noche, siempre refleja las estrellas”. Aterrizamos casi a ciegas en un improvisado aeropuerto y ya nos esperaban, antes del amanecer, decenas de indígenas cargados de frutas y regalos. Se acomodaron como pudieron centenares de personas y en cuanto del vientre de la noche surgió la vida de un nuevo día, en lenguaje y exclamaciones que no podía entender, se produjo una espléndida explosión de alabanzas cristianas.

Supe que aquella marejada de personas se había lanzado a los caminos en las primeras horas de la noche anterior y anduvieron, hombres, mujeres y niños, durante horas, entre las malezas para congregarse para alabar al amanecer al Señor vencedor de la muerte. Valía la pena el esfuerzo. El gozo compartido era un marco precioso para gritar en todos los idiomas: “¡Aleluya!, ¡el Señor ha resucitado!”.

Probablemente uno de los amaneceres de Resurrección más impactante fue el que disfrutamos a través de los ventanales del alto edificio en el que vivíamos, a márgenes del río Raritan, en New Brunswick, en el estado de Nueva Jersey.

Estábamos estudiando en el Seminario de Princeton, y residíamos a unas veinte millas un poco al norte. Habíamos recibido una invitación, que declinamos por temor a exponer a nuestros hijos pequeños al riesgo de un frío amanecer, a participar del Easter Sunrise Service que se celebraría en el estadio de la Universidad Rutgers, a poca distancia de nuestra ubicación.; pero muy temprano el domingo al asomarme desde la altura de nuestro apartamento al paisaje que se extendía ante mis ojos no pude menos que exclamar “¡Bendito sea Dios!”. Mis muchachos y mi esposa se despertaron y corrieron a ver el inolvidable espectáculo. Donde había un tramo de hielo, estaba ahora el río que resurgió de su sueño, claro y musical. El verdor de los céspedes brotaba anhelante de lo que antes era una capa de nieve inmóvil. Los pajarillos se abrazaban en sus renovadas melodías y las ardillas se desperezaban para lanzarse a piruetas y carreras. Una de mis hijas, la más pequeña, gritó: “¡mira, papi, todo volvió a vivir!”.

La resurrección, en el marco de la naturaleza, es el epílogo del invierno y el prólogo de la primavera. En nuestro hemisferio, mejor ejemplo no pudo Dios darnos para que entendiéramos que su gran secreto revelado en los Evangelios es que por medio del Cristo de la Cruz, la incógnita de la muerte se despeja en la conquista de la vida.

Estamos rodeados de “resurrecciones” y no las vemos. Contemplar el vientre de una madre y esperar que del mismo salga la vida de un bebé es probablemente la más clara expresión del amor de Dios. Así es la resurrección: salimos de los misterios de la noche, y nos engarzamos de la vida que hay en un rayo de luz.

La resurrección es el pobre vicioso, harapiento y sucio que toca a la puerta de los padres abandonados o de la mujer amada, y que es recibido entre besos y abrazos que le borran del rostro la culpa y le siembran de esperanza la mirada.

La resurrección es ser víctima de una enfermedad que los médicos etiquetan como terminal, y que de pronto, en un amanecer, se nos reaparezcan la salud en el cuerpo, la razón en la mente y la paz en el corazón. Sentimos que estábamos muertos y sabemos que hemos regresado a la vida.

Hubo en La Biblia un raro apóstol de Jesús llamado Tomás. Los compañeros de apostolado le hablaban del Cristo que rompió las ataduras del sepulcro, y él, incrédulo e impasible, replicó: “si no metiere mi dedo en las heridas de Sus manos y el brazo en el hueco de Su costado, nada de esto creeré”. Tomás seguía en las brumas mientras los otros viajaban en la luz. Una mañana, sin embargo, le sorprendió la visita de Jesús. “Tomás, aquí tienes mis manos y mi costado, ven tócame”, le dijo el Señor. El Apóstol de la duda enmudeció, se sintió invadido de una renovante ola de arrepentimiento, y no tuvo otro camino: cayó de rodillas al piso y exclamó: “¡Señor mío y Dios mío! Esa confesión selló el destino de Tomás, el que de acuerdo con las mejores tradiciones cristianas recorrió el mundo asiático predicando el amor de Dios, hasta que fue martirizado. La resurrección hizo de él un héroe, un conquistador de vidas y fronteras.

Recuerdo al joven que en cierta ocasión fue lo suficientemente honesto para decirme, “lo siento pastor; pero no hay forma de que yo crea en que Jesús resucitó”. En esos días estábamos instalando un equipo automático de sonido en la recién construida torre de la iglesia, y de pronto se llenó el ambiente de las impresionantes notas del “Aleluya”, del Oratorio “El Mesías” de G. F. Handel. Mantuvimos una pausa silenciosa, y al terminar le dije: “Me parece, Luis, que una inspiración así se basa en la vida, no en la muerte”. Sonrió, me dio un abrazo, y el domingo estaba en la Iglesia adorando al Cristo Resucitado.

Hoy unimos nuestras voces a millones de seres humanos alrededor del mundo y decimos al unísono, con gozo y convicción: “¡Aleluya!. ¡El Señor resucitó!”.