Entre el miedo y la esperanza

Autor: Rev. Martín N. Añorga

 

     
En muchos otros lugares de Estados Unidos existe un sentimiento de euforia ante la probable victoria de Barack Obama en las elecciones presidenciales del próximo martes; pero no en Miami, al menos en los círculos en los que yo me muevo.

Hay dos actitudes que jamás deben asumirse en la política: la de creer que la victoria está tan asegurada que sobran los esfuerzos, y la de creer que la derrota es tan evidente que nada puede hacerse para evitarla. Podemos anticipar imaginariamente de una u otra manera los resultados de una elección; pero el veredicto final está en las urnas. De aquí que la lógica nos indique que debemos mantener la lucha hasta el minuto en que se cierre el último recinto electoral; pero muchas personas en Miami le han cedido al miedo el puesto que merece la esperanza.

Para entender la posición casi apocalíptica sobre Barack Obama de los cubanos, y ahora de los venezolanos que hemos tenido que dejar nuestro suelo para vivir como exiliados, hay que reflexionar sobre nuestras experiencias. Líderes políticos carismáticos nos hablaron de cambio, y lo que hicieron fue destruir valores y logros para implantar regímenes abusivos y dictatoriales en los que la libertad fue convertida en cadenas y pisoteados impunemente los más elementales derechos humanos. Cuando Obama habla de cambio no explica específicamente qué es lo que se va a desechar y qué es lo que se va a implementar. Es como si solicitara un cheque en blanco, firmado con nuestro voto y sin que sepamos la cantidad que se pondrá al cobro.

Obama habla del reparto de las riquezas. Esa promesa no significa poner a los pobres al nivel de los ricos, sino a los ricos en el nivel de los pobres. La igualdad socialista que se basa en la supuesta equidad de los bienes, desconoce que hay diferencias de talento, preparación, inventiva y trabajo en determinados seres humanos que logran escalar posiciones a las que no todos podemos llegar. Quitarle al que aparentemente tiene de más para darle al que tiene de menos no es una práctica que elimina la pobreza, sino una manera de hacerla permanente. Al que se le da lo que no ha ganado se le acostumbra a depender de la dádiva. Ese ha sido, lamentablemente, el caso de Cuba.

Otra propuesta que asusta a los cubanos es la que involucra un cambio en los símbolos patrios. Hablar de que la Constitución necesita reformas es la misma teoría que usó Castro para aniquilar la identidad democrática del pueblo cubano, y es el mismo tema que esgrimen Chávez, Morales, Correa y Ortega para atrapar el poder de por vida. Aludir a cambios en el Himno o en la Bandera es ultrajar la memoria de los héroes que nos han legado la patria. Probablemente Barack Obama no llegaría jamás a estos extremos; pero la forma en que ha esbozado su proyecto político hace palidecer de miedo a los que hemos sido víctimas del comunismo.

Algo que para los pueblos que han caído en la órbita inhóspita del socialismo es amedrentador es la aparición de líderes cuyo futuro no pueda medirse por los logros del pasado. Castro era un aventurero antes de alcanzar el poder. Se le extendió una confianza sin fundamento y se ha pasado medio siglo hostigando al pueblo que le recibió con brazos abiertos. Chávez era un soldado golpista que se vendió como un demócrata dispuesto a reparar errores, y ha devenido en un seudo dictador vulgar, sin modales ni sentido del límite. Morales en Bolivia era un líder de los cultivadores de coca, y de los campos vino al gobierno convertido en vasallo de los dólares chavistas. Ortega, un abusador sexual, dueño a la fuerza de fortunas ajenas, por medios fraudulentos se ha hecho dueño del poder en Nicaragua y está llevando a su país a la sima de la pobreza. Los que hemos sido víctimas del engaño de los que se llaman socialistas desconfiamos de los que se aparecen en la palestra pública sin un expediente que los recomiende. Por eso nos asusta que un senador con 142 días en la Cámara Alta quiera mudarse para la Casa Blanca.

Tengo amigos que simpatizan con Barack Obama y tildan de ridícula la preocupación de los que hemos probado el sabor amargo del comunismo. Me aseguran que alrededor de Obama se han tejido invenciones y calumnias y que se han tergiversado maliciosamente sus expresiones políticas. Cuando les he preguntado cuáles son los méritos del candidato demócrata más allá de la elocuencia de sus promesas, los he puesto en aprietos. De Obama hay que confiar en lo que dice que hará, pero esa confianza no puede sustentarse en lo que ha hecho. Y eso, para nosotros los cubanos de mi generación, es algo que hay que tomar muy en serio.

Una señora, ya de cierta edad, me preguntó nerviosa qué sucederá en Estados Unidos si Obama sale electo presidente. Mi respuesta fue que se produciría un trascendente hecho histórico, ya que se trataría de la primera persona de la raza negra que escala la Primera Magistratura de la nación. En mi fuero interno creo, sin embargo, que las propuestas de cambios que sustenta Obama, no prosperarían en el sistema de gobierno de los Estados Unidos. No obstante, en política exterior tendríamos a un presidente inexperto que cree que por el camino de la diplomacia pueden borrarse las discrepancias que nos separan de nuestros enemigos. Un presidente pacifista que haría vulnerable a los Estados Unidos ante el belicismo de los que nos odian. En el orden personal temo más a lo que haga Obama más allá de nuestras fronteras que lo que pueda hacer intramuros. Eso, debo aclararlo, no me exime de entender el miedo, y hasta compartirlo, de mis compatriotas que azuzados por dolorosas experiencias pasadas miran a Obama con una escrutadora óptica de desconfianza.

Lo cierto es que no podemos cancelar la esperanza de que John McCain sea el presidente electo. El miedo a la derrota es una derrota en sí. La historia nos demuestra que no siempre el candidato que marcha al frente en las encuestas es el que obtiene la victoria. Se gana por el voto, no por las estadísticas.

Ahora bien, ya sea Obama o McCain la persona que ascienda a la presidencia del país, nuestro deber ciudadano es aceptar la palabra final de las urnas e invocar el favor de Dios para el ganador. Orar por América, poner sus conflictos en las sabias manos de Dios y luchar porque los valores espirituales prevalezcan, es deber de todos los que hemos llegado a esta tierra acogedora, donde se nos ha dado el techo del que nos despojaron en la nuestra.

Después del 4 de noviembre desechemos el miedo y amparémonos bajo el claro cielo de la esperanza. Seamos “una nación bajo Dios”, y dejado atrás el fragor de la competencia, unámonos como hermanos para que América siga siendo el faro que ilumine los caminos del mundo.