Mons. Agustín Román, Obispo Auxiliar: Líder y siervo

Autor: Rev. Martín N. Añorga

 

     
Monseñor Agustín A. Román, sacerdote eminente de la Iglesia Católica, Obispo Auxiliar Emérito, pastor de pastores, servidor incansable de la comunidad cristiana y de la sociedad en general, líder respetado en muchos ámbitos del mundo por su defensa heroica de los derechos humanos y hombre de recia y profunda espiritualidad es un ejemplo ante el cual todos nos inclinamos con devota admiración.

Yo recuerdo de manera muy particular al padre Román en su desempeño como capellán del Hospital Mercy durante los años 1967 al 1973. Fue a finales del año 1968 cuando me ingresaron por Emergencias en el Hospital Mercy. Unos dieciocho días, muchos de los cuales pasé en la Unidad de Cuidados Intensivos, estuve recluido en el recinto hospitalario. Muchas cosas he olvidado de esos días; pero algo que ha quedado permanentemente grabado en mi memoria era la visita diaria, casi al amanecer, del hoy mi gran amigo Monseñor Román.

Sus palabras de consuelo y de ánimo me fortalecieron en la dura travesía que me tocó andar. Cada día, después que el pastor de almas que es el Monseñor Román me visitaba, se dirigía al vestíbulo donde velaban por mi salud mi esposa, mis hijos pequeños y algunos feligreses de la Iglesia que entonces pastoreaba. Los reunía y los llevaba a todos a la Capilla para organizar un servicio de oración. Andando los años he oído extraordinarios testimonios sobre el ministerio pastoral del entonces joven sacerdote, que cumplió sus 40 años de edad siendo capellán del Hospital. ‘Lo veía entrar a mi habitación y sentía que era un ángel que me enviaba el Señor”, he escuchado decir a muchos.

La vida de Agustín A. Román es muy interesante y exitosa. Fue ordenado como sacerdote en Cuba el 5 de julio de 1959, siendo asignado a la Diócesis de Matanzas, en cuya jurisdicción ejerció ministerio pastoral en las parroquias de Coliseo-Lagunillas y Pedro Betancourt, al tiempo en que se desempeñaba como Director Espiritual de la Juventud Católica. El nació en el pequeño y simpático pueblo de San Antonio de los Baños y sabía desempeñarse con noble habilidad en comunidades campesinas.

Poco tiempo pudo el soñador sacerdote desempeñar sus labores eclesiales en Cuba. El 17 de septiembre del año 1961 fue abruptamente expulsado de la Isla en el barco Covadonga, junto a otros 130 sacerdotes, entre los que se encontraba el Obispo Auxiliar de la Arquidiócesis de La Habana, Eduardo Tomás Boza Masvidal. Sin documentos de identificación y sin ni siquiera un pasaporte, se convirtió en un personaje propio de una novela de Virgil Gheorghio. Durante los años 1962 al 1966 fue el Director Espiritual y Profesor del Instituto de Humanidades en Temuco, Chile, al tiempo en que prestaba servicios pastorales en una parroquia de la comunidad.

Tal como lo cuenta Román, llegó a la Arquidiócesis del Gran Miami en el año 1966, siendo recibido en la vieja parroquia de San Juan Bosco por otro santo hombre de Dios, el Padre Emilio Vallina. Allí, ambos héroes de la fe recibieron a miles de cubanos que llegaban como refugiados de la Isla encadenada por el comunismo, sin recursos, sufriendo la agonía del desamparo. En San Juan Bosco hallaron el camino de la esperanza y lograron superar la inseguridad del destierro.

Posteriormente fue enviado a la Catedral Saint Mary, donde hizo labor pastoral entre los hispanos de la comunidad circundante a la Catedral, y finalmente fue asignado a concretar el proyecto de la construcción física y espiritual de la Ermita de la Caridad, obra a la que dedicara consecutivamente 40 años de su vida sacerdotal. La Ermita es hoy día un Santuario al que acuden personas de todos los puntos cardinales de Estados Unidos y de muchos países del mundo. Sin acudir a fortunas ajenas, dependiendo de la sencilla generosidad del pueblo, se llegó a levantar el símbolo religioso más visitado de todo el sur de la Florida.

Increíblemente, Monseñor Román, inmerso en la demandante obra de la Ermita, halló tiempo para ejercer un extraordinario ministerio cristiano de proyección cívica participando como conciliador en los conflictos relacionados con presos cubanos en las cárceles de Oakdale y Atlanta en los atareados días del éxodo del Mariel. Varios viajes, a veces intempestivos, tuvo que realizar el consagrado sacerdote a escenas en las que se produjeron altercados entre los presos y sus guardianes que derivaron en sucesos de violencia. Las autoridades norteamericanas depositaban toda su confianza en los esfuerzos de Monseñor Román, y a la vez los encarcelados por delitos supuestamente cometidos en Cuba y no en los Estados Unidos, reclamaban respeto para sus derechos y exigían una comparecencia judicial en la que se aclararan sus casos respectivos. Entre ambos polos el pastor sereno y audaz alcanzó objetivos que algún día la historia se encargará de reseñar.

Hablar de Agustin A. Román no es fácil hacerlo en apretadas líneas. No podemos ignorar, sin embargo, su extraordinario interés en las relaciones ecuménicas. El ha sido el promotor de la creación del Grupo de Trabajo de Guías Espirituales en el Exilio. Sus brazos están permanentemente abiertos para recibir a hermanos y amigos de otras vertientes. Para él, todos los que aman a Dios y se saben redimidos por la sangre de Cristo son sus hermanos verdaderos.

Si se me preguntara cuál es el don más significativo en la vida y el ministerio de Agustín Román, sin vacilaciones usaría una sola palabra: su humildad. El sencillo sacerdote es un hombre ilustrado, poseedor de varios títulos académicos, orador convincente, consejero y orientador de alta calidad y con muy abundantes frutos, organizador y trabajador incansable; pero sin salirse jamás de la preciada ruta que le marcara como ejemplo San Francisco de Asis.

Monseñor Román y el que escribe estas palabras somos prácticamente de la misma edad. Uno de los grandes honores que me ha dispensado Dios es el de permitirme una cercana y fraterna amistad con este extraordinario servidor suyo. Puedo definirlo como un líder de proporciones gigantescas, al tiempo en que lo he visto comportarse como un siervo humilde y dedicado. Sabe mezclar su investidura con los polvos de los caminos cotidianos y sabe amar a Dios de tal manera que lo ama en las manos que le piden, en las rodillas que le alaban y en las necesidades que se ve precisado a satisfacer.

Creo que en Miami -y en otros muchos lugares- le debemos mucho. Yo, por lo menos, tengo deudas impagables de gratitud para con este profeta de Dios que ha tocado con su trabajo y su mensaje a vidas incontables.

Se está planeando consagrar el nombre del Obispo Agustín A. Román designándole una calle, probablemente la que sirve de pórtico a ese gran monumento cristiano que es la Ermita. Los que crean que poniéndole a una importante calle el nombre del Obispo Román lo honran, quizás estén en lo cierto. Pero de una cosa yo estoy seguro. La que de veras se honraría sería la ciudad de Miami. No me parece que haya en el país muchas ciudades que cuenten con un sacerdote de la personalidad y estatura espiritual de este hombre de Dios.

Cuando inauguren la vía pública con el nombre de Agustín A. Román, se habrá consumado un acto de justicia. Allí estará el pueblo, y entre el pueblo nosotros, para aplaudir a los funcionarios electos de nuestra ciudad por el gran acierto del que han hecho gala.

Es bueno que sepamos que el lema obispal de Monseñor Agustín A. Román es “¡Ay de mí si no evangelizo! Precisamente esa ha sido y es su misión: proclamar y vivir el Evangelio de nuestro Señor Jesucristo!”.