El Magnificat

Autor: Rev. Martín N. Añorga

 

     
En nuestra ruta hacia el encuentro con la Navidad tenemos que detenernos con expectante devoción ante el inspirado cántico de la Virgen María conocido como El Magnificat. Durante estos días nos deleitaremos con el melódico mensaje de los ángeles, la adoración de los pastores, el brillo milagroso de la estrella de Belén y la fascinante historia de los sabios de Oriente; pero entre todos estos bellos episodios resaltan las palabras de la madre de Jesús en ese eterno himno que a lo largo de los siglos ha sido conocido con el nombre de “El Magnificat”.

María reconoce, refiriéndose a sí misma en su himno de adoración, que el Señor “ha puesto los ojos en la pequeñez de su esclava”, La cita es de La Biblia de Jerusalén. En la Nueva Versión Internacional se dice que María agradece que Dios “se haya dignado fijarse en su humilde sierva”. La madre del Salvador empieza su canto con esta expresión de alabanza: “Proclama mi alma la grandeza del Señor y se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador”. Es una interesante combinación la de la humildad de una santa mujer relacionándose con la grandeza incomparable de Dios.

Muchas personas creen erróneamente que El Magnificat es pertenencia exclusiva de la liturgia de la iglesia católica, aunque lo cierto es que se trata de un patrimonio de todos los que profesamos nuestra fe en el Señorío de nuestro Salvador Jesucristo. Se encuentra en el evangelio de San Lucas, en el capítulo primero, y los versos del 46 al 55. Aquellos que ignoran o le restan énfasis especial a este himno se pierden una verdadera joya de inspiración y enseñanzas. Para mí, en el orden personal, una Navidad sin El Magnificat es incompleta y hasta un tanto descolorida, pues esa reveladora oración es un pórtico de ternura que nos lleva a la experiencia santificadora de un encuentro personal con el precioso niño del pesebre de Belén.

La oración de María contiene un elemento profético. “Desde ahora en adelante, todos los que han de nacer me tendrán por bienaventurada”, dice ella en el texto sagrado, y en efecto, la sencilla campesina de Nazaret, al ser escogida por Dios para llevar en su vientre la divina persona de Jesús, ha sido consagrada como la más prominente mujer de la historia.

Un profeta moderno, el misionero y escritor Stanley Jones, un maestro del ecumenismo, fallecido en la India hace 34 años, ha dicho que El Magnificat es “el documento más revolucionario del mundo”. Si nos acogiéramos tan solo a tres grandes afirmaciones de este glorioso himno, el mundo sería totalmente diferente a lo que actualmente es.

Dice María, refiriéndose a Dios, que “su brazo interviene con fuerza y desbarata los planes de los arrogantes”. Esta afirmación expone que la virtud prominente, la preferida del Señor, es la de la humildad. Jesús, siendo rey, nació en un pesebre, rodeado de sencillez y pobreza. Los siglos han transcurrido y los monarcas y poderosos del mundo han vuelto al polvo del que nacieron; los ricos que han sido, han dejado atrás sus fortunas, yéndose a la tumba desprovistos de todo; pero Jesús permanece, rey de reyes y dueño de la infinita riqueza del Universo. La grandeza del Salvador es su humildad, su dulce espíritu de sacrificio y su entrega como mártir, para que de su sangre brotara la gloria de nuestra eternidad.

En el Magnificat se proclama que Dios “derriba del trono a los poderosos y exalta a los humildes”. Esta es una aseveración social, quizás hasta política, ya que todos sabemos que “el poder corrompe”, y que “el poder absoluto corrompe totalmente”

La lucha contra tiranos y dictadores, contra individuos que escalan la autoridad para abusar de los demás y para aterrorizar a los que osan retarlos, es una lucha autorizada por los principios del Evangelio. Los seres humanos tenemos que defender nuestra libertad y no permitir bajo circunstancia alguna que se pisoteen nuestros derechos. Ciertamente Jesús es la paz, pero no la sumisión. Jesús es la verdad, pero jamás la resignación ante el poder que pretenda cautivarla. En el Magnificat se nos asegura que el verdadero “trono poderoso” es el que ocupa nuestro Señor. Todos los otros tronos y reinados se elevan y caen olvidados. El único poder que permanece es el de Dios.

Otra afirmación del Magnificat es que Dios “colma de bienes a los hambrientos y despide a los ricos con las manos vacías’. Esto es un modelo económico, en el que se preconiza la igualdad. Todos los sistemas económicos seculares crean clases divisorias y amparan la injusticia. Lo que propone el Magnificat es que nadie tenga de más; pero tampoco de menos. Si esta fuera la meta de la humanidad seguramente conviviríamos en paz y armonía universales.

Estos tres principios que se exponen en el Magnificat son de aplicación contemporánea y universal: los arrogantes deben humillarse, los poderosos deben someter su poder ante el poderío supremo de Dios, y los ricos deben ser genuinamente generosos para con los menos afortunados. Se trata de valores fundamentales para la construcción de una sociedad verdaderamente feliz y próspera; pero para que eso se consiga tenemos que entregarnos en espíritu de genuina obediencia a la voluntad del Rey de reyes.

El Magnificat, por supuesto, no es un documento socio político, sino que es una oración pronunciada por una mujer escogida por Dios e instrumento del Espíritu Santo para ser la madre de Jesús. Hay en esta oración tres características marianas que no podemos perder de vista. Primero, fijémonos en que María no fue escogida por lo que era, porque méritos especiales no tenía, sino por lo que habría de ser por su entrega irrestricta a los designios del Señor. Esta es una lección clave para cada creyente: nunca podemos prejuzgar nuestras posibilidades como cristianos basándonos en un inventario de nuestros dones, porque lo que Dios hace por nosotros es mucho más importante que lo que somos.

En segundo lugar, hay que admirar la devoción de María. Era joven, pero se identificó con el estilo de los antiguos salmos de David y sabía de las promesas históricas de Dios para su pueblo. Es cierto que no tenemos que ser muy “especiales” para que Dios nos escoja como instrumentos; pero cierto es también que para recoger flores Dios no va al jardín de los descreídos que tienen cerrado el corazón, sino a los surcos fértiles de quienes le entregan su amor.

Y finalmente, hay que admirar el valor de María. Fue seleccionada para ser madre, siendo soltera; pero ella arrostró los riesgos porque la Voz que la llamó era muy superior a los problemas que conllevaba el llamado.

Por ser celestialmente humilde, devotamente santa y fielmente heroica, María fue seleccionada la madre del Salvador. Hoy, dos mil años después nos unimos a su oración y repetimos del Magnificat estas palabras: ¡”con toda mi alma proclamo la grandeza de Dios, y mi espíritu se deleita en mi Dios y Salvador”!

¡Feliz y bendecida Navidad a todos!