A Imagen y Semejanza

Autor: Rev. Martín N. Añorga

 

            Una de las expresiones bíblicas que más y mejor exalta la identidad del ser humano la hallamos en el libro de Génesis: “entonces dijo Dios, hagamos al hombre  a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza … y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó. Y los bendijo Dios”.

            Interpretar las palabras “imagen y semejanza” ha sido tarea de teólogos desde hace varios millares de años. Nosotros, con atrevimiento y brevedad queremos hoy, “día de los padres” analizar el significado de estos dos sugestivos vocablos. La palabra imagen es traducción del vocablo hebreo “tselem”, que suele usarse para referirse a la presentación visual de una abstracción. Es decir, que el ser humano es la expresión visible de algunos de los atributos de Dios. La palabra semejanza, procedente del término hebreo  “demut” se refiere a alguien quien sin llegar a ser idéntico tiene parecido con otra persona. Es decir, el humano es la única criatura que comparte cierta igualdad con Dios.

             Al crear al ser humano Dios le confirió a éste determinados atributos. Los atributos de Dios podemos dividirlos en dos categorías, los que son incomunicables y los que son comunicables. Dios, por ejemplo, no le otorgó a Adán la capacidad de ser eterno, ni inmutable, ni omnipresente. El hombre no es todopoderoso ni omnisciente. Estas características son estrictamente de Dios, y no se comunican jamás a un ser humano; pero hay otras que si se transfieren, que pueden ser claramente comunicadas, y de éstas se ha formado la identidad del hombre. Dios es amor, y el hombre ama. Tiene Dios misericordia y es el Señor de la justicia y el ser humano es capaz de adquirir como propias estas virtudes.

            Es atributo de Dios el ser creador. Todo lo que es y ha sido, todo lo que existe, ha existido y existirá es producto del poder creativo de Dios. Pues bien, yo creo que Dios imparte este atributo al hombre cuando le concede el privilegio de ser padre. Podrá decirme alguien que ese don de la paternidad lo comparten todas las criaturas del entorno natural; pero apropiado es señalar que únicamente es el hombre el que establece, mantiene y honra una relación de amor, ternura y generosidad permanente para con su criatura. Habrá quienes fallen en esta función; pero el hecho se debe a que algunos seres humanos se han convertido de tal forma en esclavos del pecado que pierden su discernimiento y relegan sus compromisos para con el Creador. El que no ama a Dios, incapaz es de amar a sus hijos.

            La palabra “padre” se usa más de 1,600 veces en La Biblia, y de éstas, 496 corresponden al Nuevo Testamento, El concepto del padre como cabeza de la familia es básico para la tradición religiosa y cultural de los hebreos, derivada esta concepción de la experiencia histórica de los escogidos que reconocieron a Dios como Padre. En el versículo 26 del salmo 89, Dios mismo anuncia, dirigiéndose al rey David que “él me clamará: mi Padre eres Tú, mi Dios, y la roca de mi salvación”.

            Fue Jesús el que reveló la plenitud de la paternidad de Dios. Si fuera esta la apropiada ocasión, mencionaríamos las diferentes oportunidades en que Jesús habló de Dios como su Padre; pero  en este modesto trabajo lo que queremos es establecer que Dios como Padre implantó en el primer hombre creado la capacidad gloriosa de ser padre a su estilo y parecido. Lo ilustra bien este pensamiento del autor Austin L. Sorensen: “un niño no encontrará un Padre en Dios a menos que haya encontrado algo de Dios en su padre”.

            Es un reto verdadero para nosotros los hombres saber que disponemos del atributo creador de Dios. Ser padres es un don que se nos concedió de forma total y directa en el momento mismo de nuestra creación. A la luz de los atributos comunicables de Dios, ¿cómo debiéramos ser nosotros como padres? Vamos a enumerar las cualidades que debemos reconocernos y que estamos en la obligación de colocar al servicio de aquéllos que han sido fruto de nuestra capacidad creativa.

            La primera gran virtud de Dios es el amor. El que no sirve para amar, no sirve para ser padre. Hoy, dada la celebración de que participamos, lo que esperamos es que sean nuestros hijos los que nos expresen y prodiguen amor; pero esto no podemos esperarlo, o lo que es peor, no podemos merecerlo, si no lo hemos sembrado.

            Otro atributo divino que se ha impreso en nuestra identidad es el de la misericordia. No siempre los hijos responden a nuestros ideales ni materializan nuestros sueños, ni siempre nuestras relaciones conyugales culminan en la felicidad a que aspirábamos; pero jamás debemos alquilar como justificaciones estos hechos para alimentar nuestra indiferencia o nuestro desprecio para con los hijos que hemos engendrado. La misericordia no es la reacción ante un premio, sino la respuesta a una prueba. Ser misericordiosos no es soltar una prenda para engalanar conductas amables, sino abrir los brazos para recibir a los errados y quebrantados.

            La historia de Dios – si es que tiene Dios historia -, se resume en la grandeza de la reconciliación. Desde los principios hasta los finales, Dios ha estado disponible para el perdón y ha fabricado, al costo de sus propias lágrimas,  un puente para el regreso a sus brazos, de aquéllos que le abandonaron. ¿Por qué van a vivir hijos y padres alejados unos de los otros, rumiando disgustos y soportando sentimientos mortificantes de culpabilidad, cuando, por decreto y generosidad de Dios, todos tenemos  acceso al don bendecido de la reconciliación?

            Si como padres queremos ser criaturas dignas de Dios, exaltemos en nosotros los atributos que nos fueron conferidos en el acto mismo de nuestra creación. Si todos los padres estuviéramos llenos de amor, fuéramos florecientes en misericordias y procuráramos el santo cáliz de la reconciliación, el mundo estaría avanzando hacia la más completa y gloriosa felicidad.

            Pero hace falta una palabra final para los hijos. Los hijos no deben esperarlo todo, deben dar siempre un paso que los acerquen a sus padres. Hoy habrá regalos y millones de tarjetas acudirán a su cita con los buzones; pero de veras que esto no es suficiente. Un anciano padre que ha sufrido soledad y olvido aprecia más un beso en la frente que un montón de monedas en sus bolsillos.

            Los hijos de hoy serán los padres de mañana, porque el atributo creador de Dios va de generación en generación. ¿Quisiera ser usted, mañana, con sus hijos como ha sido con usted su padre? ¡Si la respuesta es sí, bendiga Dios a ese padre!