La Comunión de los santos

Autor: Martha Morales

 

 

“Es voluntad de Dios que en este mundo las almas se comuniquen entre sí los dones celestiales por medio de la oración, para que llegadas a la patria celestial, puedan amarse con amor de gratitud y con afecto mucho mayor todavía que el de la familia más ideal que pueda existir en la tierra. (...) Allí no habrá miradas indiferentes, porque todos los santos se deberán mutuamente algo”, escribe Santa Teresita del Niño Jesús.

La Comunión de los Santos es una de las verdades más consoladoras de la fe católica: nos habla de solidaridad. Cuando decimos a Dios: “Padre nuestro” no le presentamos solamente nuestra pobre oración, sino también la adoración de toda la tierra. Por la Comunión de los Santos sube ante Dios una oración permanente en nombre de la humanidad. Oramos por todos los hombres, por los que nunca supieron orar, o ya no saben, o no quieren hacerlo. Prestamos nuestra voz a quienes ignoran o han olvidado que tienen un Padre todopoderoso en los Cielos. Damos gracias por aquellos que se olvidan de darlas. Pedimos por los necesitados que no saben que tienen tan cerca la fuente de las gracias. En nuestra oración vamos cargados con las inmensas necesidades del mundo entero. En nuestro recogimiento interior, mientras nos dirigimos a nuestro Padre Dios, nos sentimos como delegados de todos los que padecen necesidad, especialmente de aquellos que Dios puso a nuestro lado o a nuestro cuidado. 

También nos será de gran consuelo considerar que cada uno de nosotros participa de la oración de todos los hermanos. En el Cielo tendremos la alegría de conocer a todos aquellos que intercedieron por nosotros, y también la cantidad incontable de cristianos que ocupaban nuestro lugar cuando nos olvidábamos de hacerlo, y que de este modo nos han obtenido gracias que no hemos pedido. ¡Cuántas deudas por saldar! 

La oración del cristiano, aunque es personal, nunca es aislada. Decimos Padre nuestro, e inmediatamente esta invocación crece y se amplifica en la Comunión de los Santos. Nuestra oración se funde con la de todos los justos: con la de aquella madre de familia que pide por su hijito enfermo, con la de aquel estudiante que reclama un poco de ayuda para su examen, con la de aquella chica que desea ayudar a su amiga para que haga una buena Confesión, con la de aquel que ofrece su trabajo, con la del que ofrece precisamente su falta de trabajo. 

En la Santa Misa, el sacerdote reza con los fieles las palabras del Padrenuestro. Y consideramos que, con las diferencias horarias de los distintos países, se está celebrando continuamente la Santa Misa y la Iglesia recita sin cesar esta oración por sus hijos y por todos los hombres. La tierra se presenta así como un gran altar de alabanza continua a nuestro Padre Dios por su Hijo Jesucristo, en el Espíritu Santo. 

Para entender el conjunto de las visiones y comunicaciones con que Lucía, Francisco y Jacinta fueron favorecidos en Fátima (Portugal), hay que tener en cuenta, ante todo, la doctrina católica sobre la comunión de los santos. Las oraciones y méritos de una persona pueden beneficiar a otra. Nuestra Señora vino a solicitar oraciones y sacrificios a los tres. Hablando a los pequeños pastores, nuestra Señora quiso hablar al mundo entero, exhortando a todos los hombres a la oración, a la penitencia y a la enmienda de vida.

En la cuarta aparición, el 15 de agosto de 1917, la Virgen de Fátima 
–tomando un aspecto triste, les recomendó la práctica de la mortificación, diciendo, al final: “Rezad, rezad mucho y haced sacrificios por los pecadores, que muchas almas se van al infierno por no haber quién se sacrifique y pida por ellas” .

León Bloy escribe: “Evidentemente te han hablado de la Comunión de los santos (...), antídoto o contrapartida de la Dispersión de Babel. Ella da testimonio de la solidaridad humana tan divina y tan maravillosa que un ser humano no puede dejar de responder por todos los demás, en cualquier tiempo en el que vivan, en el pasado o en el futuro”. En la última línea de uno de su libros, La mujer pobre escribe: “Sólo hay una tristeza: la de no ser santos”.