El cura de Ars, Juan María Vianney

Autor: Martha Morales

 

 

La revolución francesa surge en 1789. En 1791 entra en vigor la Constitución civil en la comarca de Lyon, pero en 1793 esta ciudad se alza contra la Convención, levantamiento que lleva a las tropas de la república Francesa a asediar la ciudad de Lyon durante dos meses. La guillotina funciona sin parar y llegan a morir alrededor de veinte mil lyoneses.
La Convención exige a los sacerdotes que juren la nueva Constitución, separándose de la Iglesia Católica. Los sacerdotes que no juraban, eran encarcelados y ejecutados en veinticuatro horas. El ejército de la Convención pasa con frecuencia por Dardilly, pueblecito de las afueras de Lyon, donde el niño Juan María Vianney vive este clima de terror a sus siete años.

A los trece años, Juan María no sabía leer ni escribir. El francés lo hablaba mal pues en su granja usaban el dialecto de la zona. Cuando decide hacerse sacerdote tiene alrededor de 20 años. Escribe: “No podía depositar nada en mi torpe cabeza”, recuerda años más tarde. El latín no le entra pues tampoco sabe gramática francesa. Se queda noches estudiando, pero no avanza. Llega a desesperarse, y un día comunica al reverendo Balley: “Quiero volver a mi casa”. Le hace cambiar de opinión cuando le dice que “entonces, ¡adiós a tus planes! ¡adiós al sacerdocio! ¡adiós a las almas!”. A pesar de su torpeza para los estudios, Juan maría tiene una sabiduría especial: su sintonía con el bien.

Después de superar innumerables dificultades, con 25 años, recibe la tonsura. Su primer destino es ser coadjutor –ayudante- del párroco Balley, el que le preparó en sus estudios. A los dos años, en diciembre de 1817, enferma el párroco y muere. Juan María es entonces nombrado párroco de Ars, donde se quedará hasta su muerte en 1859. Ars era una aldea que no llegaba a los 300 habitantes.

Desde el primer momento, llama la atención a la gente del pueblo cómo reza y celebra la Eucaristía el nuevo cura. Con su persona es austero, y generoso con Dios y con los demás. Le importa tanto cada persona que pone todo lo que está de su parte para que no pasen necesidad. Quiso mucho a los pobres. Quiso mucho a los pecadores. Era consciente de que Dios ama a cada ser humano hasta la locura, y él quiso amar así.
Cuando confesaba, con mucha frecuencia se le escapaba una expresión: “¡Qué lastima ensuciar el alma!”, o “¡qué lástima incapacitarla para que allí viva Dios!”. Luchó contra los bebedores y contra los bailes. Decía: “El vino ahoga, asfixia nuestra alma”. Siempre fue consciente de sus limitaciones, pero también lo fue de su misión: debía ser instrumento de Dios para la conversión.
“Si tuviéramos fe, seríamos capaces de ver a Jesucristo en santísimo sacramento como los ángeles lo ven en el cielo. Él está ahí. Nos espera”, decía. El mismo año en que llegó comenzó a hacer la procesión del Corpus.
San Juan María Vianney tenía conciencia de lo que supone el pecado: “por una blasfemia, por un mal pensamiento, por una botella de vino, por dos minutos de placer. ¡Por dos minutos de placer perder a Dios, tu alma, el cielo... para siempre!”.
En el último año de su vida asistieron unos cien mil peregrinos para confesarse con él. El 2 de agosto pidió los últimos sacramentos. “¡Qué bueno es Dios!, dijo, cuando ya no se puede ir, viene él”. A las dos de la madrugada del 4 de agosto, moría.