Las Tribulaciones en la vida cotidiana

Autor: Martha Morales

 

 

Hay en el mundo un ataque a la familia. ¿Cómo podemos protegerla? Cada uno debe pensar en sus circunstancias. Hay que empezar por ayudar a la fidelidad de los padres de familia. Podemos descuidar lo más importante: la casa, nuestro hogar, las personas. Y hemos de saber que los malos momentos llegan solos; los buenos momentos hay que provocarlos.  

Para salvarnos de la corrupción se necesitan dos cosas: sacrificio y caridad. Quien ama demuestra ese amor con sacrificios. Además, la Virgen en Fátima no se cansa de hablar de la necesidad de la penitencia. Cristo nos dio la oportunidad de tener una nueva vida, capaz de ganar la vida eterna, pero a veces la despreciamos; queremos odiar, gozar y levantamos el puño amenazante contra Él. La paciencia de Dios es inmensa, pero no se nos permite tentarle más allá de cierto límite, porque está escrito: “No tentarás al Señor, tu Dios”.  

El sacrificio que ofrecemos puede ser corporal, moral o espiritual. Enfermedades, pobreza, trabajo agotador por la parte corporal. Injusticias, calumnias, incomprensiones por la parte moral. Persecuciones, pruebas, abandono de Dios (aparente) para probarnos en lo espiritual (p. 7).  

En el plano espiritual todo pensamiento mundano debe morir; esto es difícil. Por eso hay tan pocos santos, porque los héroes son pocos. Esta heroicidad es más prolongada que humana, la cual es un episodio en la vida de un hombre o de una mujer, mientras que la espiritual es la vida del hombre.  

El heroísmo humano es un acto imprevisto, en cambio el heroísmo del santo no es imprevisto, es la vida. Toda la vida, de la mañana a la noche y de la noche a la mañana. De un mes a otro. De un año a otro. En el calor, en el frío, en el trabajo, en el reposo, en el dolor, en la enfermedad, en la pobreza, en las ofensas. Un collar en el cual cada minuto es añadida una perla; una perla que se forma con lágrimas, paciencia, fatiga. Este heroísmo no desciende del Cielo como si fuera maná. Debe nacer de nosotros, tan solo de nuestro interior. El Cielo no nos da más de lo que da a todos. Tampoco es auxiliado por el mundo. Lo mundano lo combate y lo obstaculiza.  

“Ningún pensamiento mundano, sólo el amor de Dios, sólo los intereses de Dios”. Así es como piensa el héroe del espíritu. He aquí como se comporta el que vive en el equilibrio del espíritu: ¿Yo? ¿qué soy?, ¿mis dolores, mis fatigas, mi pobreza?, ¿las molestias que me vienen de mi prójimo? Nada. Lo que cuenta es Dios. Puedo servir al Señor usando estas monedas para salvar al prójimo.  

La prueba siempre es breve. Por larga que sea la existencia y áspera la prueba, siempre será incomparablemente inferior en duración y profundidad respecto a la eternidad y a las bienaventuranzas que nos esperan. Breve, siempre breve será la prueba terrenal respecto a la eternidad.  

El ser humano que sufre “completa lo que falta a los padecimientos de Cristo”. En la dimensión espiritual de la obra de la redención sirve para la salvación de hermanos y hermanas: es un servicio insustituible. No hay otro camino para salvar al mundo: el sufrimiento. Jesucristo, que es Dios, no escogió otro camino que éste para ser Salvador. Dios quiere que sepamos que la gloria se convertirá en Gloria para nosotros pero en la otra vida.  

El sufrimiento bien llevado, más que cualquier otra cosa, es el que abre el camino a la gracia que transforma las almas. El dolor hace presente la fuerza de la redención cuando nos unimos a los méritos de Cristo. Hemos de vivir con un solo pensamiento: el de consolar a Jesucristo redimiendo a los hombres. A los hermanos se les redime con sacrificio. A Jesús se le consuela con el amor y encendiendo el amor en los corazones apagados.  

Jesús sufrió más que cualquier hombre. Él no veía el suceso del momento. Veía las consecuencias que ese suceso tendría en la eternidad; enseñándonos que el sufrimiento termina, pero los efectos de ese sufrimiento no terminan pues tienen frutos de vida eterna.  

Para alcanzar la santidad no hay que fortalecer la fe. Cualquier cosa que suceda, sucede por bondad de Dios. Si es algo penoso, inclusive malvado, y por tanto movido por fuerzas extrañas a Dios, Dios lo permite por bondad, y porque respeta nuestra libertad. Las personas que saben ver a Dios en todo, también saben cambiar todas las cosas en moneda eterna. Las cosas malvadas equivalen a moneda falsa, pero si las sabemos ver como se debe, se volverán buenas y nos comprarán el Reino eterno.  

A nosotros toca volver bueno lo que no es bueno; hacer de las pruebas, tentaciones, desgracias —que hacen desplomar del todo a las almas resquebrajadas— ocasiones para convertir todas esas pruebas, en soportes y cimientos para edificar el templo que no muere; el templo de Dios en nosotros (Cfr. Sabiduría Divina, dictada a María Valtorta, Centro Editoriale Vatortiano, 2004).  

Los que ante un afecto que se rompe o una desilusión, no saben decir fiat, hágase, sino que al contrario, se rebelan, demuestran tener muy poca fe en el Padre celestial. No reflexionan que si Dios permite ese sufrimiento es ciertamente para evitar dolores mayores y para procurar méritos. Un Padre como Dios nunca da nada nocivo a sus hijos. Inclusive si la apariencia es la de una piedra a quien pide un beso, esa piedra es oro puro y eterno. Le toca al hijo reconocerlo y decir “hágase”, como lo hizo la Virgen Madre.

 

La parábola de la perla

Un granito de arena movido por las olas del mar es absorbido por las valvas de la ostra: Una piedrita tosca y despreciable, un fragmento mínimo de roca, un pedacito de piedra pómez. En un principio, este granito permanece nostálgico, añora las praderas del mar, donde rodaba libre bajo el empuje de las corrientes... Después de algún tiempo, en torno al tosco y áspero granito se forma un revestimiento blanco, cada vez más bello, más terso. El alma es la piedrecita de naturaleza áspera. Lleva la señal de la creación divina. La gracia lo empuja rumbo al Corazón de Dios, que lo aguarda.

Sin embargo, con frecuencia nos resistimos a las corrientes de la gracia y a la invitación de Dios que desea alojarnos en su Corazón. Creemos ser más libres, más dueños de nosotros mismos permaneciendo fuera. La felicidad, la libertad y el dominio están dentro del corazón de Dios. Afuera existe la trampa del demonio, del mundo –de lo mundano- y de la carne.

Algunas veces, el alma añora la antigua libertad porque Dios es exigente por motivos de amor. Pero conforme el alma es más empeñosa, más rápido comprende.  

El mundo necesita de almas contemplativas para alcanzar piedad. Imitar a Dios en el silencio, que es la forma más alta del amor.

 

Permitir que Dios nos trabaje

Los que quieren tener un colchón suave llaman al colchonero para que sacuda y sacuda la lana, hasta que toda ella parezca una espuma. Entre más la sacude, más suave y limpia se vuelve, porque el polvo y las suciedades caen al suelo. Lo mismo y todavía más se hace si la lana se quiere tejer o hilar. Entonces entra en acción un peine de fierro que desenreda rudamente la lana y la hace lisa como cabellos bien peinados.

De la misma manera hace quine hila lino y cáñamo; hasta la seda del capullo, antes de ser usada, debe sufrir el tormento del agua hirviente, del cepillo y de la máquina que la tuerce.

Si esto es necesario a fin de fabricar colchones y ropaje, ¿cómo no hacer lo mismo con nuestras almas a fin de trabajarlas para la vida eterna. Las trabaja Dios, pero nosotros hay que dejarnos. Nosotros somos una fibra más preciosa que el cáñamo, la seda o el lino. De nosotros debe salir la tela de la vida eterna.

Nuestras almas están salvajes, enredadas, llenas de asperezas, de suciedad, de polvo. Por eso Dios nos trabaja, ¿con qué? Con su voluntad. La voluntad de Dios es el instrumento que hace de nosotros –que somos fibras salvajes- tejidos preciosos. Nos trabaja en miles de modos, nos explica lo bello de un renunciamiento, nos guía con sus inspiraciones, nos guía con cariño o con palos y nos tuerce con la guía de los mandamientos.

Los mandamientos hacen de nosotros un hilo resistente. Si somos más dóciles, más preciosa se hace la tela.

Posteriormente, cuando no sólo seguimos la voluntad de Dios sino que con todas nuestras fuerzas pedimos a Dios que podamos conocerla para seguirla, cueste lo que cueste y aunque tenga la forma más contraria a nuestra voluntad, cuando actuamos así, se adorna con bordados como un brocado.

Finalmente, si a todo lo anterior agregamos amar el dolor como Cristo para ser semejantes a Él, entonces en el brocado se insertan gemas de incalculable valor y de nuestra fibra original, imperfectísima, hacemos una obra maestra de arte.

¡Qué pocas almas se dejan trabajar por Dios!

Dios tiene para nosotros mano de padre, sabe hasta dónde puede apretar su mano, y qué cantidad de fuerza nos debe dar. Pero cuando el hombre se rebela y anula los dones recibidos, permanece salvaje, peor, todavía, se carga de nudos e impurezas.

Si un alma no solamente se resiste al trabajo de Dios, sino que incuba en sí misma fastidio por el Padre y por los hermanos, entonces acaba la obra de Dios en esa alma y se instala un nudo de pasiones desordenadas (Valtorta p. 48).  

En resumen, “dos son las necesidades del hombre: el amor y el sufrimiento. El amor le impide hacer el mal. El sufrimiento repara el mal hecho” (María Valtorta). Hemos de encontrar las razones por las que vivimos en la Revelación.