La convivencia con los hijos

Autor: Martha Morales

 

 

Hay que fomentar la convivencia entre padres e hijos: sólo así se da una verdadera transmisión de valores. El niño aprende a ver el mundo como lo ven sus padres.
Sus recuerdos más vivos coinciden con los pasatiempos que pasaron al lado de sus papás: cuando fueron a un restaurante, cuando reparaban la bicicleta, cuando iban de paseo, etc. 

Un señor presentó a su hija una lista con 10 posibles actividades: cine, armar rompecabezas, futbolito, parque de diversiones, paseo en canoa, boliche, etc. La niña escogió: «día de campo en el parque». Lo más valioso para los niños no es el costo económico de una diversión, sino la convivencia con sus padres. Incluso, cuando desean ir a un parque de diversiones, muchas veces es porque estarán con papá y con mamá. 

Hay quienes se preguntan la razón de porqué sus hijos no se comunican con ellos para contarles sus preocupaciones, inquietudes, alegrías, éxitos, fracasos, deseos, anhelos. Y es que muchas veces no se preocupan por aprender a escucharlos. Es necesario saber oír y entender lo que quieren decir. Algunas madres dicen: “Yo estoy siempre disponible para que me cuenten mis hijos lo importante”. Si no ha sido capaz de escuchar las 99 menudencias que les ocupan con cariño y paciencia, cuando llegue lo importante no se lo contarán.

¡Cuántos problemas se podrían solucionar si aprendiéramos a callar y a escuchar, sin emitir un juicio de inmediato!

Un buen ambiente familiar se construye ladrillo a ladrillo, a base de detalles, de comunicación entre los integrantes de la familia. Donde hay solidaridad se sabe lo que le pasa a cada uno, al menos en lo externo, respetando la intimidad de todos.

Un elemento perturbador de la comunicación familiar es tener encendida la radio o la televisión varias horas al día. La televisión “idiotiza” a las personas, las hace pasivas y hace que giren en torno a sí mismas. En un hogar se deben de usar los medios de comunicación con medida.

La hora de la comida y de la cena es tiempo propicio para fomentar la comunicación, cuando está presente la mayor parte de los integrantes de la familia. Es una ocasión de oro para que los hijos se explayen, puedan ser escuchados y compartan lo que les alegra o preocupa. Las preocupaciones compartidas se vuelven más ligeras y fáciles de solucionar. 

Hay un adagio pedagógico que dice: “Quien no participa, no se integra”. Por eso es tan importante que cada miembro de la familia tenga un encargo en la casa: lavar platos, doblar la ropa limpia, cortar el pasto, sacudir la sala, ayudar en la cocina, etc.

LIBERTAD:

En estos tiempos que corren se diría que la libertad se tiene como el valor supremo. Sin embargo, no es así. Contra las apariencias, la libertad —me refiero a la libertad personal, íntima, que es dominio de sí, señorío sobre los propios actos— hoy, interesa muy poco. Más aún, se huye de ella como del aceite hirviente.

El prestigioso catedrático de Psicopatología, Aquilino Polaino, decía: Lo que se suele enseñar en las Universidades -salvo excepciones- es que el hombre es un ser que procede del simio. Esta situación es muy grave, porque supone que en los más altos niveles educativos de gran parte de mundo no se sabe qué es el hombre. Sucede entonces que se identifica la libertad con el instinto, la espontaneidad, la independencia, o cualquier otra fuerza indomable, material, predeterminada por algún agente cósmico. La persona «ilustrada» en esos centros o ambientes fácilmente se somete a sus instintos desquiciados o, si no renuncia a la lógica del pensamiento, desespera de ser hombre e incurre quizá en alguna forma de patología psíquica o mental (Antonio Orozco Delclós).

La dignidad que se intuye en la persona, implica necesariamente la libertad, entendida no como simple posibilidad de optar o elegir entre unas cuantas cosas más o menos interesantes, sino como capacidad de decidir por mí mismo lo que he de hacer en cada momento para ser lo que quiero ser.

La libertad tiene otra cara como la moneda: la responsabilidad. Si elijo una cosa, debo de saber que debo asumir también las consecuencias de esa elección. Si una persona elige emborracharse y luego choca o se da un golpe en la cabeza, es responsable del choque, pues eligió el alcohol, eligió perder temporalmente el dominio de sí mismo.

El tema de las drogas es tema obligado con hijos de 12 ó14 años, pues es necesario “vacunarlos” a tiempo y explicarles que con la droga se les ofrece un paraíso artificial y falso, en el que pueden echar a perder su vida. Se ha advertido con acierto que, en algunos países, en nombre de la libertad se ha despenalizado la droga; se ha invocado incluso un supuesto «estado superior» que alcanzaría el drogado, apto para concebir insospechadas creaciones artísticas o literarias de enorme valor para la humanidad. Después, se comprueba que casi ningún drogadicto «crea» nada; más bien se convierten en atracadores. Entonces se arguye la necesidad de «buenos» Centros de Rehabilitación que permitan recuperar para «el buen camino» a los adictos al estupefaciente.

El mundo puede aplastar al hombre, pero —decía Pascal—, aún entonces el hombre lo trasciende, porque el hombre sabe que está siendo aplastado, mientras que el mundo lo ignora. Por eso incluso en situaciones degradantes, el hombre sigue siendo dueño de sus actos y puede optar por abandonarse a la abyección o por afirmarse en su humanidad.

Cuando se capta la propia libertad interior, se entiende que el hombre, estando en el mundo, situado y condicionado por el mundo, es más grande que el mundo entero. Comprende lo que decía San Juan de la Cruz: «un sólo pensamiento del hombre vale más que todo el mundo».