Sanación

Autor: Judith Araújo de Paniza

 

 

“El Señor sana los corazones destrozados, venda sus heridas”*

Comentaba en la columna pasada sobre la conversión de San Pablo y nuestra propia conversión. Después viene la sanación. Después de que San Pablo se encontró con Jesús Resucitado, Ananías le impuso las manos, cayeron las escamas de sus ojos y pudo ver con claridad, se arrepintió de sus pecados, recibió el bautismo y se dejó guiar.

En el evangelio de hoy vemos a Jesús sanando: en la mañana curó a la suegra de Pedro, “al atardecer, después de ponerse el sol, le llevaron a todos los enfermos y endemoniados, y la ciudad entera se reunió delante de la puerta. Jesús sanó a muchos enfermos, que sufrían diversos males, y expulsó a muchos demonios.”*

La compasión de Cristo hacia los enfermos, llegando incluso a identificarse con ellos: “estuve enfermo y me visitasteis”, es una muestra clara de que “Dios ha visitado a su pueblo”*, por eso la Iglesia y todos los cristianos, valoramos mucho las obras de misericordia relacionadas con la salud.

Si viviéramos a plenitud el cristianismo evitaríamos muchas enfermedades psicosomáticas que provienen del estrés excesivo, trabajaríamos y haríamos nuestro mejor esfuerzo pero siempre confiados en la Providencia divina, viviríamos menos angustiados sabiendo que “a cada día le basta su propio afán”, cultivaríamos hábitos positivos que favorezcan a nuestro cuerpo, alma y espíritu, fortaleceríamos la templanza que conduce a evitar todos los excesos por abuso de la comida, del alcohol y de las medicinas y rechazaríamos todos los vicios.

Mediante los sacramentos, muy especialmente la reconciliación, la unción de los enfermos y la eucaristía, Jesús, además de curar el alma y revitalizarla, incide positivamente en la salud corporal. Si ponemos nuestra disposición, fe y oración, Jesús nos sana de todos los males y nos ayuda con su gracia y su poder a vencer los diferentes vicios y pecados y cambiarlos por virtudes, por ejemplo reemplazar: la ira, por paciencia y paz interior; la avaricia y el egoísmo por desprendimiento y generosidad; la soberbia y la vanidad, por humildad y sencillez; la pereza por laboriosidad; la lujuria y la gula por fidelidad, castidad y sobriedad y así ayudándonos a fortalecer nuestro carácter hacia el bien, armonizando nuestras potencias humanas con el amor divino.

Hay personas que reciben el carisma del Espíritu Santo de poder interceder ante Jesús para la sanación. Si no se da la recuperación física, por lo menos recibimos la fortaleza y podemos libremente unir nuestros padecimientos a la cruz de Cristo para derivar frutos de conversión en nosotros mismos y en los demás. A veces la enfermedad es aprovechada para acercar más el alma a Dios. Puede hacer a la persona más madura ayudándola a discernir en lo que realmente es importante y lo que no lo es.

María es una gran intercesora del poder sanador de su Hijo. En todos los santuarios en el mundo son múltiples las sanaciones. En Lourdes, del que celebramos el 11 de febrero el 151º aniversario de sus apariciones, se han realizado millares de milagros comprobados científicamente y sobre todo, se han producido grandes conversiones, las más importantes sanaciones porque son las que conducen a la vida eterna.

*Sal 147; Mc 1,29-39; Lc 7,16.