La familia es sagrada

Autor: Judith Araújo de Paniza

 

 

“En el corazón de Cristo, Dios nos ha amado humanamente con el fin de hacernos aptos para amar divinamente”.

Una de las enseñanzas más centrales de Jesús es el de la importancia de la familia. Él escogió llegar al mundo como parte de la familia más virtuosa que haya existido. María su madre, había sido preservada de todo pecado desde su concepción y José, su padre adoptivo, un hombre justo, sujeto a Dios. Ambos abrazaron la voluntad de Dios en sus vidas.

El pesebre nos recuerda el calor del hogar, el amor, la ternura, la unión, la entrega mutua, la comprensión, la aceptación, el servicio, la paz y el gozo. A eso estamos invitados todas las familias, a centrarnos en Jesús, para que podamos experimentar todos esos dones que trae su presencia.

Cuánto nos ayudaría a todos si aprovecháramos este tiempo navideño para revisar nuestras realidades familiares de cara al ejemplo de este hogar de Nazaret.

Despertemos antes de que sea demasiado tarde. Si no trabajamos por fortalecer las familias como centros del amor, perderemos el sentido trascendental de la vida y la sociedad se nos irá desmoronando. El proceso de conversión al que nos llama Juan el Bautista: “Allanad los caminos al Señor”*, empieza en la persona, sigue en la familia y luego se proyecta en la sociedad. En otras palabras, la sociedad es el reflejo de sus familias, y éstas son el reflejo de quienes las conforman.

Todos los problemas que vemos en el mundo son el reflejo de los problemas personales y familiares, y se desprenden de las carencias de amor. Solo podemos solucionarlos si volvemos a la fuente del amor: Dios.

Al distanciarse el hombre de Dios, empezó a relativizar su propia dignidad y la dignidad de la familia y puso en tela de juicio: la sacralidad del matrimonio, la trascendencia de las relaciones sexuales dentro de la relación entre esposos comprometidos en el amor y la fidelidad, el estar abiertos a la vida y recibir a cada hijo como un don de Dios.  

Creíamos que podíamos solos, que bastaba con tener claridad en algunos conceptos éticos, y el resultado fue que empezamos a relativizar los valores humanos que se desprenden de las leyes de Dios y a perder capacidad para amar de verdad, para comprometernos, para mantener la unidad, para respetar a la familia como algo sagrado, para que sus miembros se aceptaran y apoyaran mutuamente en los procesos para conseguir la madurez y la meta suprema de llegar a Dios.

Volvamos nuestros corazones a Dios esta Navidad, para que nos renueve con su amor y nuestras familias se fortalezcan en los valores que aumentan la felicidad, el gozo y la alegría. Dice San Pablo: “Estad siempre alegres. Sed constantes en orar. Dad gracias en toda ocasión: ésta es la voluntad de Dios en Cristo Jesús respecto de vosotros”*.

Que haya muchas reconciliaciones familiares y las familias unidas en el amor, puedan acompañar a María en su canto exultante de gozo en el Magníficat: “Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi salvador…”*

Que Jesús, María y José nos atraigan para contemplar el rostro de Dios reflejado en el amor familiar, y que comprendamos que donde está Dios, está el amor y donde está el amor, allí esta Dios.

*(Jn 1, 6-8, 19-28; Tes 5, 16-24; Lc 1,46-55)

Visita www.jesussalvamifamilia.org