Vacaciones en carro

Autor: Manolo J. Campa

 

 

   Con ilusión, desde el invierno, comenzamos a hacer planes para esos maravillosos días de “ocio” que íbamos a pasar en el verano.  Las vacaciones, son para descansar, tuve que repetirlo muchas veces para no dudar de ello.  Para lograr el ansiado descanso me preparé mentalmente –como se autosugestionan los atletas- porque presentía la nada reposada faena que me venía encima.  Y en efecto, trabajé como un estibador y manejé horas recorriendo millas como un chofer de camión rastra.  Intervine en conflictos infantiles conciliando a las partes en disputa como hace un mediador laboral durante la firma de un nuevo contrato de trabajo. 

   Dos nietos de once años y una nieta de seis se ofrecieron a viajar con nosotros.  Ellos serían mis ayudantes y ella, la damita de compañía de la abuela.  Antes de emprender el viaje hice esfuerzos sobrehumanos para colocar dentro del maletero del automóvil todas aquellas cosas necesarias e innecesarias para un recorrido de dos semanas.  Olvidamos:  zapatos cómodos para caminar por las montañas; toallas grandes para la playa; “curitas” y  pastillas para el malestar estomacal, las aspirinas y el termómetro.  No olvidamos: dos “blowers” y dos maletines con cepillos para el pelo, peines, cosméticos y pomitos de esmalte para las uñas; discos compactos de música moderna para tormento durante la travesía por carretera.  Por falta de espacio se quedaron en tierra las latas de frijoles negros, los paquetes de arroz instantáneo y de café cubano que yo quería llevar para mi consumo. 

   Cuando todo estuvo listo ordené hacer la visita al cuarto de baño para evitar paradas de emergencia por el camino.  Ciertamente no nos detuvimos mucho en la carretera por la necesidad mencionada en la frase anterior.  Sí paramos por otras razones no previstas:  Mi mujer compró por el camino plantas que llegaron moribundas al regreso.  En Carolina del Sur nos detuvimos para comprar cohetes que no se venden en la Florida.  Mis nietos me convencieron de comprarlos allá donde era legal para hacerlos estallar en Miami donde es ilegal.  Hicimos paradas para llenar el tanque de gasolina, comprar “souvenirs” y plantitas, comer golosinas saladas que promovían la sed, tomar refrescos y tener que hacer una nueva parada para eliminarlos una vez procesados por el organismo.  

   Además de manejar por playas, valles y montañas desde el amanecer hasta el atardecer, tuve que ejercer otra agotadora función:  reprimir las ansias de comprar de los miembros de la sociedad de consumo que viajaban conmigo.  Si hubiese aflojado un poco el control hubiésemos gastado más de lo que teníamos, como hace el gobierno.  

   Es digno de mencionar la pasión que sienten los miembros de la generación más joven por la música.  Mejor dicho, por el ruido y el alboroto registrado en unos “si-dís” que cuestan una fortuna.  Durante el viaje, mi nieta pequeña se ocupó de la programación musical.  Por la noche, ya dormido, esa música tronaba en mi inconsciencia.  Dice mi mujer que dormía mal, muy intranquilo.  Tenía unas convulsiones sonámbulas que eran una mezcla de visajes de bailarín de “jazz”, “rock”, “reggae” y mal de San Vito. 

   Paramos en seis moteles diferentes.  Seis veces descargué y cargué el equipaje.  Cada vez esta carga y descarga fue haciéndose más pesada.  O teníamos más bultos o estaba más cansado.  En resumen, cuando regresamos a casa había perdido cinco libras de peso, que no necesitaba perder.  Mi esposa atribuyó ese afinamiento físico a lo que caminamos en los diferentes sitios que visitamos y a la dieta sin arroz con frijoles negros y sin café cubano azucarado.  Yo estoy convencido que perdí peso sacando y colocando el equipaje en el maletero del automóvil, y al “lleva y trae” de las maletas del carro al motel y del motel al carro. 

   Para levantar a los nietos a las nueve de la mañana había que hacer un esfuerzo grande durante un buen rato.  Esto fue así hasta que nos hospedamos cerca de un lago.    Durante dos días los muchachitos, para ir a pescar conmigo, se levantaron a las seis, sin que nadie los despertara.  Deportivamente aquello fue un fracaso: no pescamos nada... pero me sentí contento y satisfecho viendo en ellos la alegría que hice posible a costa de perder unas cuantas horas de sueño.  De ahora en adelante vamos a seguir yendo de pesquería aunque volvamos a casa solamente con la alegría de haber estado juntos.

 

EN SERIO: 

   Cada nuevo amanecer pone a nuestra disposición un buen número de horas para hacer el bien en la parcela del mundo que nos pertenece.  Bien hacemos cuando somos portadores de paz, cuando al triste alegramos y al solitario damos compañía; al que sufre consolamos y al necesitado ayudamos, sobre todo, enseñándole a ser útil, a valerse por su cuenta. 

   En la porción de la tierra donde Cristo nos dijo que teníamos que “ser la sal y la luz”, podemos influir positivamente:  Con un saludo amistoso  y una despedida amable, con una sonrisa y un gesto gentil; con una llamada telefónica o una breve cartita con frases de afecto; con nuestra compañía y nuestro sincero interés.  Y en esa zona, donde tenemos que dar sabor e iluminar con nuestro proceder cristiano, están nuestros familiares, nuestros amigos, nuestros compañeros de trabajo y nuestros vecinos.  

   Recuerda, esto funciona:  “Cuando estés triste, busca otro triste y consuélalo... y encontrarás la alegría”.  mcampa@bellsouth.net