Los nietos: la alegría al recibirlos y al despedirlos

Autor: Manolo J. Campa

 

 

   ¡Qué alegría, llegaban los nietos! Se pasarían unos días en casa para que no se contagiaran con un catarro fuerte que sufría la hermana que va al colegio.  Con la llegada del otoño ya los párvulos se empiezan a sentir como en casa en el “kinder”.  Mientras aprenden a colorear y a cantar canciones infantiles, hacen amistad y lo primero que comparten son los catarros. 

   Mi vida transcurría llena de momentos de solaz, ocio y esparcimiento.  Pero cuando los pequeños se aclimataron al ambiente de mi casa y empezaron a ser como son, todo cambió.  Se acabó la tranquilidad.  ¡Qué derroche de energía! De una cosa pasaban a otra, de la terraza al patio, del patio al portal.  Alteraron al perro achacoso del vecino que nunca ladra.  Los gatos que mantienen mi patio libre de ranas y lagartijas, inteligentemente, hicieron mutis y no se acercaban.  Confundieron al cartero con el heladero y de todas maneras querían que les comprara “ice cream”.  En unas cuantas horas hice más ejercicio, quemé más calorías que caminando por el barrio y pedaleando sobre la bicicleta estática que uso para controlar el colesterol y los “tigres serios”. 

   Cuando me despertaban por las mañanas antes de que sonara el despertador y mi mujer, medio dormida, quería saber que estaba pasando, malhumorado le informaba:  El “purgantico” y la “latica” ya están despiertos y quieren desayunar.   Tratar de vestir a un niñito impaciente, sobre todo después de haber desayunado cereal azucarado, es tarea parecida a tratar de ponerle la montura a un potro salvaje. 

   Mi esposa dice que los niños necesitan el aire puro, la brisa, la luz del sol.  Está equivocada.  Los niños adoran la luz eléctrica.  Por eso, tanto de noche como de día, encienden la luz de cuanta habitación visitan y la dejan encendida.  En los pocos días que estuvieron en casa consumimos más kilovatios que en el mes más caluroso del verano.  

   Levantar la voz, gritar como sargento de reclutas para que los “angelitos” se asusten y obedezcan, es tan ineficaz como desgañitarse para ser entendido por el camarero cuando nos ha tocado sentarnos cerca de los altoparlantes en una discoteca.  Tan inútil como rastrillar las hojas de las matas de mango durante los vientos de Cuaresma es querer organizar sobre la mesa del comedor las cuentas para pagar cuando los nietos están en casa. 

   Cuando la vecina alta y gorda, dueña del perro viejo, que nunca ladra y que ahora no para de hacerlo, nos visita para prevenirnos de que algo tiene inquieto a  Pipo        -nombre del perro-, mi nieta, con esa sinceridad brutal de los niños, después de mirarla fijamente, le dice: “Tu etá mu gorda”.   

   Yo soy devoto de la siesta después de almuerzo.  Mi esposa en busca de una tregua en la lucha con la “latica” y el “purgantico”, los convence para que se acuesten con abuelo.  ¡Qué fracaso!  Ni durmieron ellos ni me dejaron dormir.  Mi cama se convirtió en algo parecido a la red que protege a los trapecistas en los circos.  Saltaban sobre mí y encima de mí.  Ellos no se cayeron de la cama.  Yo sí.  Tengo un morado en el glúteo derecho que parece un tatuaje dibujado por Pablo Picasso. 

   En el televisor grande no pude ver las noticias ni los deportes porque los nietos  tenían derecho preferente sobre mí para ver los programas infantiles.  Gracias al viejo televisor de pantalla pequeña en blanco y negro que guardamos por si el otro se rompe, pude enterarme del acontecer diario.  

   Cuando los nietos mortificaban a mi mujer, ella me involucraba en la revuelta para controlar la insurrección infantil, ordenándome:  “Necesito que controles a ‘tus’ nietos”.  Si las criaturas hacen algo mortificante, entonces dejan de ser “nuestros” descendientes para ser sólo míos.  Si se portan bien y triunfan en estudios y deportes, entonces sí son sus nietos.  Cuando protesto por el uso caprichoso de los adjetivos posesivos, me responde: “Cuestión gramatical sin importancia, dale vuelta a la página”.           

   Durante dos días y dos noches sufrimos los rigores de aquella cuarentena.  La nieta con catarro mejoró y los padres decidieron recoger al hermanito y la hermanita que todas las noches les decían por teléfono que los extrañaban mucho.  Sin embargo, cuando llegó el momento de despedirse de nosotros no querían irse porque querían quedarse para poder “take a nap” con abuelo.  ¡Vaya cosa!  Nunca, ni ellos durmieron ni dejaron que abuelo durmiera la siesta.    

   Con lágrimas en los ojos mi mujer los besó tiernamente. Se marchaban los angelitos. Me abrazaron, me besaron.  Los abracé, los besé y se fueron en brazos de sus padres.  ¡Qué alegría!

 

EN SERIO: 

   “La manipulación del pensamiento se está llevando hoy a través de la manipulación de la palabra”.  Creemos tener ideas propias sobre las cuestiones importantes de la vida, pero en realidad sucumbimos a la fuerza mágica de cierto lenguaje que se nos repite con insistencia.  No cabe la menor duda de que en el momento actual la forma de presentar las cuestiones mediante determinado lenguaje determina la forma de pensar. 

   Los partidarios del libertinaje moral están consiguiendo que muchos vicios merecedores de la repulsa general se vayan viendo como algo natural.  Al pecado de fornicación se le llama “hacer el amor”; al cómplice del adulterio, “amigo o amiga”; a la mujer de conducta ligera “mujer liberada”; etc., etc. 

   Aparentemente son calificativos sin importancia, dado que todo el mundo sabe a qué se refieren esas palabras; pero esto es sólo aparentemente.  En realidad se está consiguiendo por este medio neutralizar las voces de protesta y naturalizar las conductas viciosas, y lo que es más grave, incitar solapadamente a que se haga lo mismo.  

   La estrategia del lenguaje ha conseguido en poco tiempo lo que no han conseguido las doctrinas más corruptoras en milenios. mcampa@bellsouth.net