Los inquietos querubines

Autor: Manolo Campa

 

   Era sábado.  Había ido a Misa de siete de la mañana.  Mi esposa estaba en un Cursillo y yo quería hacer algún sacrificio grande, de esos capaces de arrancarle a Dios una lluvia de Gracias.  Por eso estaba allí a las siete de la mañana de aquel sábado. 

   En la iglesia me encontré con un conocido que tenía a su esposa viviendo el mismo Cursillo.  Lo encontré nervioso, preocupado, sin afeitar, demacrado.  Para poder unirme a sus intenciones le pregunté qué le pasaba: ¿Tenía problemas de salud, trabajo, situación financiera o matrimonial?  Nada de eso.  Estaba en Misa pidiendo ayuda al Señor para poder controlarse y controlar a sus dos críos porque ya no soportaba más el rigor de lidiar con sus dos “querubines”: una niñita de tres años y un niñito de catorce meses. 

   Compadecido, y para ayudarle, me senté en el mismo banco.  ¡Los angelitos no eran tan angelicales!  La niñita no paraba de hablar y moverse.  Caminaba por encima de los reclinatorios, los bancos, por los pasillos y se hacía la sorda para no obedecer.  Actuaba como una mujercita liberada anticipadamente. 

   Pensé que el varoncito era más tranquilo.  Me equivoqué.  No hablaba pero hacía sonidos guturales y movía las manitos con la rapidez de un boxeador peso mosca.  A todo le echaba mano: a mis espejuelos, a las llaves del auto, a los cordones de mis zapatos.  Tuve que contenerlo para que no le removiera a la señora que se sentaba delante de nosotros un velo finísimo que le cubría un moño que delataba la época en que estaba situada. 

   Los acólitos aparecieron por la puerta de la sacristía.  Comenzaba la Misa.  Detrás de ellos venía, para empeorar la situación, nada más y nada menos que “Fray Papilla”, sacerdote que sostiene con firmeza que los padres tienen la obligación de mantener el control sobre sus hijos en todo lugar pero sobre todo en la iglesia.  No se llama así pero como es severo como aquel fraile de la película “Marcelino Pan y Vino” le he bautizado con ese nombre. 

   Presintiendo una posible conflagración dentro del templo, oré fervorosamente por la paz... allí.  Mis oraciones fueron escuchadas.  Los “angelitos” se portaron bien.  Mejor dicho, se portaron tranquilizadoramente controlables.  A la hora de ir a comulgar mi amigo me entregó al niñito para poder comulgar con tranquilidad.  Regresando él, iría yo. 

       Al tomar al niño en mis brazos, varios pensamientos me inquietaron:  Si la niña calzaba una media azul y la otra blanca, evidentemente su padre no era eficiente vistiéndolos.  Si no era experto, probablemente el “pamper” de la criatura que yo sostenía no estaría bien puesto.  Si el crío decidía “salirse”, el pañal mal puesto no me protegería, y si esto pasaba yo iba a ser bautizado y no precisamente con agua bendita. 

   Cuando fui a comulgar y me enfrenté al sacerdote, mis nervios “nerviosos” me hicieron abrir la boca al mismo tiempo que extendía las manos.  Unos ojos de mirada penetrante se enfrentaron a los míos al momento de incrustarme en la lengua la Sagrada Forma con ademán enérgico capaz de sacar de su lugar la mejor colocada dentadura postiza. 

   Regresé a mi sitio y el niñito extendió sus bracitos para que yo lo cargara.  En una manito tenía una papilla que antes de habérsela llevado a la boca había sido una galletita de chocolate.  El pequeñito continuó calmado durante el resto de la Misa... estaba ocupado haciéndome una mascarilla con aquel derretido de chocolate, desde las orejas hasta la barba, incluyendo las pestañas y el bigote, y alcanzando con algunos pedacitos el fino velo de la dama antigua que estaba sentada delante. 

   Cuando terminó aquella Misa mi aspecto daba lástima pero sentía la alegría de haber hecho algo bien hecho.  Aún tenía sueño, los sábados acostumbro a dormir más allá de las siete de la mañana.  Estaba salpicado con aquella melcocha de chocolate.  Me dolían los brazos, la cintura y casi todo el esqueleto.  Luchar con un niño saludable y resuelto es tarea parecida a la de ensillar un potro brioso... pero estaba contento, mi oración por el Cursillo que se estaba celebrando había estado acompañada con una buena obra.

 

Ahora en serio: 

   A nosotros en un Cursillo, el Señor nos invitó a aceptar “el reto de ser cristianos”.  Nos ofreció la oportunidad de darle un nuevo sentido a nuestro vivir.  En aquellos tres días aprendimos a ser felices amando y sirviendo a Dios y al prójimo.  Al convertirse en instrumento de Su Gracia, el ser humano se siente plenamente realizado.  De ahí la paz y la tranquilidad sin igual que se siente en los Cursillos de Cristiandad.  Cuando se goza o se sufre con un hermano, tanto el reír como el llorar tienen sentido redentor. 

   Continúa junto a Cristo.  Conócele más cada día estudiando y orando.  Porque puedes contar con Su Gracia podrás pisar fuerte al recorrer los caminos por donde te lleve la vida.  Y si alguna vez el trabajo en Su viña te luce agotador, no desistas, continúa, recuerda que  “da el ciento por uno”.  ¡Tu cansancio de hoy se convertirá en tu dicha eterna!