La recién llegada

Autor: Manolo Campa 

 

  ¡Estoy muy contento!  Hace unas horas nació otra de mis nietas.  Gracias a Dios tuvo un magnífico “arribo”.  Mi hijo estaba alegre, satisfecho... demacrado, cansado.  Esto “de ahora, en este país”, de envolver a los padres en los partos, no lo hallo muy lógico.  Las gestiones de esos momentos son exclusividad de la madre.  Me alegro haber terminado “mi producción” antes de la implantación de esa función de animadores de sala de partos que le han otorgado a los hombres.  Si yo hubiese estado envuelto en ese espectáculo, en algún momento hubieran tenido que llamar a los socorristas para que me revivieran.  Sostengo que el hombre en estas cosas, hace su papel en el primer acto y no vuelve a escena hasta el momento de repartir los tabacos a los amigos anunciando la llegada del nuevo retoño.     

   Mi mujer está eufórica.  Está alborotada y cacareando la noticia como las gallinas cacarean alborotadas cuando acaban de poner un huevo.  Lleva gastada una pequeña fortuna en llamadas de larga distancia... a donde quiera que hay un pariente, hasta allí ha llegado la “última noticia”.  

Yo estoy alegre... pero cansado.  No pude dormir la siesta.  Y la comida la hicimos a la usanza española:  Obligados por las circunstancias y el embullo de mi mujer que no quería separarse de la nueva nieta, cenamos a las diez de la noche. 

   ¡Ah! ¡Sí! ¡Caramba... pequeño olvido!  No puedo dejar de dedicarle un parrafito a mi nuera que también estuvo envuelta en todo esto.  Ella está contenta, con esa alegría de las recién paridas, salpicada de preocupación por lo frágil y tierno que luce un bebito de pocas horas de nacido.  Terminada su parte en la gestación del nuevo ser, ahora, como se dice de los valientes:  “Le está dando el pecho a la situación”.  Ella sigue siendo mi nuera preferida... por ahora es la única que tengo... mi otro hijo sigue soltero. 

   El nombre de la neófita lo he dicho de cinco maneras diferentes y siempre lo he pronunciado mal.  Como nació en los Estados Unidos tiene que llevar un nombre en inglés... casi imposible de decir.  Se llama Alyssa Marie.  Como hacen muchos abuelos hispanos cuando los nombres de los nietos son impronunciables para ellos, la apodaré:  Beibi, Mimí o Tati, o Chachi. 

   La niñita se parece mucho a mi esposa.  Esto la tiene “pegada al techo” exteriorizando su emoción con arrebato.  Es lógico, se vibra al decir lo que alegra al corazón.  Yo me sentí así cuando nació el nieto que se parece a mí.  Es el único que tiene características como las mías.  Cuando visitamos a mi hija aquel otro día memorable, ella, mostrándonos la criatura, le decía a mi mujer:  “Fíjate, el niño ha heredado los ojos de papá, la nariz, la boca...”  Yo escuchaba lleno de satisfacción hasta que, con entonación de actriz dramática, mi esposa dijo:  “No te preocupes por eso mi hija... Lo importante es que está sanito”. 

   Ha transcurrido el tiempo.  Han pasado siete años y el niño sigue teniendo un gran parecido a mí:  Es risueño y juguetón.  Es muy dinámico... tiene tanta energía como el incansable conejito del anuncio de las pilas eléctricas.  Permítanme contarles en párrafo aparte una grata experiencia que viví recientemente en su compañía. 

   Fuimos con él y mi hija a uno de esos centros comerciales que en USA llaman “mall”.  Mi mujer me convenció para que “fuera de tiendas” con ellos diciéndome que sólo iba a comprar un pañuelito de adorno para el cuello.  Detesto dedicar horas entrando y saliendo del enorme número de establecimientos que hay en esos lugares.  El recorrido en busca del pañuelito terminó siendo también la compra de un vestido que hiciera juego con él... y una cartera... y unos zapatos.  No doy más detalles sobre la “ampliación” de las compras porque “todas” las damas que esto lean se sentirán protagonistas de hechos similares y los hombres se solidarizarán conmigo al haber sufrido el mismo suplicio. 

   Mientras ellas entraban y salían de los comercios, yo compartí con “el conejito incansable”.  Caminamos de un lado para otro.  Corrimos... rectifico: corrió él, yo caminé a buen paso para mi edad.  Comimos helados, rositas de maíz, pastelitos.  Sin reparar en lo que hacíamos, entramos en una juguetería y como no compramos nada, él salió de allí compungido. 

   En busca de descanso para mí y dando tiempo hasta que él se olvidara del asunto, nos sentamos un rato.  En muestra de cariño le coloqué mi brazo sobre sus hombros.  Sentada en el mismo banco estaba una señora que ladeó discretamente la cabeza para oír cuando con voz suave empecé a susurrar: “Ya, ya Manolito... verás que muy pronto llegaremos a casa y podrás bañarte en la bañadera con agua tibiecita, y luego meterte en la cama y dormir como los angelitos”. 

   La señora se volteó por completo y me felicitó:  “Que bonita manera de tratar a Manolito”, me dijo.  “En verdad le habla usted con mucho cariño”.  La miré, sonreí y le expliqué: El niño se llama Christian.  ¡Yo soy Manolito!

 

EN SERIO:  

  La vida está llena de realidades maravillosas.  Hay lágrimas en el valle de esta vida, pero aún así, realmente la vida merece vivirse.  En todo lo que nos rodea hay cosas bellas.  ¡Búscalas!  Tenemos que amar la vida con todo lo que tiene de bueno.  Nada de malo hay en ello:  Cuando menos se teme a la muerte, más se ama la vida. 

   Vivamos con alegría la aventura de nuestra existencia.  Cristo nos propone:  “en la alegría, sed felices”, pero al mismo tiempo, nos invita a participar de esta sublime contradicción:  “Aún en el dolor, sed también felices”.  En Cristo el sufrimiento lo convertimos en felicidad.   

   El cristiano no es un hombre triste.  No puede serlo porque ya tiene a Cristo y vive con la firme esperanza de alcanzar la plena felicidad en la visión y posesión del Bien Infinito.  Cristo es la Resurrección y la Vida.  Con Cristo triunfamos sobre el dolor y la muerte. 

   “El cristianismo es amor”, proclaman en los Cursillos de Cristiandad.  Y la misión de los cristianos es difundir el amor.  La tarea de los testigos de Cristo es:  Buscar la felicidad para compartirla con otros, ser portadores de felicidad.  Ser felices y hacer felices a los demás.  ¡El cristiano es un hombre que camina alegre, junto a otros, hacia la felicidad! 

Recuerda estas palabras de Pío XII:  Irradiad la luz, sed la sal de la tierra y tendréis por añadidura la felicidad más pura que ha sido dada  un hombre sobre la tierra.”