La elegancia masculina

Autor: Manolo J. Campa

 

 

   Mientras yo, con dolor de bolsillo, ponía gasolina en el tanque de nuestro automóvil, mi esposa analizaba mi vestimenta.  Ya en marcha,  y después de oír mis lamentos por el precio del combustible, me dijo: “Estás perdiendo el sentido de la elegancia”.  Sorprendido y en busca de razones para justificar mi vestuario me revisé desde la cabeza hasta los pies.  Por estar la temperatura algo fresca acompañada de un viento de brisote que obligaba a abrigarse mejor, cubría mi testa con una maltrecha gorra de pelotero.  Sobre una holgada camisa para sudar de mangas largas, llevaba otra del mismo género sin mangas y de diferente color.  Como de las rodillas hacia abajo no me afecta el frío completaba mi atavío con un “short” parecido a los que usan los niños exploradores y unas sandalias franciscanas que por su pobre aspecto parecían estar dando sus últimos pasos.

   Mi dama tenía razón.  Nada de lo que vestía combinaba.  La comodidad  y el desgarbo desplazaban al buen gusto y la distinción.  La elegancia no es una de mis virtudes.  Pero me consuelo pensando que San Pablo, el Apóstol de los Gentiles,  dedicó una de sus cartas a nosotros los “adefesios”.

   Los jugadores profesionales de baloncesto, esos millonarios de cabezas rapadas y aretes en las orejas, que tanto imitan los jóvenes, ahora visten los pantaloncillos de sus uniformes hasta las rodillas como los he usado yo siempre.  Esto me conforta porque lo que pensaba se debía a mi corta estatura, no es así, simplemente me adelanté a la moda de ahora.

   Aprovechemos el anterior punto y aparte y volvamos a la gasolina y la pequeña fortuna que invertimos en las estaciones gasolineras para llenar el tanque de un automóvil.  Desde hace unos meses hasta este momento en que estoy escribiendo, el precio de la gasolina ha subido un 45%.  El gobierno aumentó la pensión de los jubilados en menos de un 3%.  Debido a esto ahora camino más y manejo menos.  A pie voy hasta el buzón para depositar mis cartas y ahorrar gasolina.  Puede que lo desigual en los aumentos lo haya permitido el gobierno como una paternal medida para mejorar la salud del pueblo al promover el gran ejercicio que es andar a pie.  Como consecuencia del incremento en mis idas y venidas, las suelas de mis zapatos se han gastado más y he tenido que llevarlos al zapatero para ponerles nuevas.  Muy justo y sabio nuestro gobierno, que a la vez que permite las jugosas ganancias de los productores de petróleo,  promueve también el progreso económico de los pequeños comerciantes que se dedican a reparar el calzado.  ¿No les parece a ustedes así? 

 

   Dejemos la sátira y volvamos al tema de la elegancia.   En el comentario de mi esposa hay unas palabras que inducen a pensar que el factor edad es la causa de mi poco gusto en el vestir.  Aunque tengo bastante “juventud acumulada” -como diría el Padre Romeo Rivas, eminente pensador moderno y filósofo humorista- el que me guste vestir ropa holgada de colores inarmónicos y cómodos zapatos estropeados por el uso, me asemeja más a los jóvenes de hoy que a los sujetos de mi edad.

   Para que ella pudiera comprobarlo con sus propios ojos, un día después de haber ido juntos a comprar los víveres, estacioné el auto delante de un quiosco de flores situado muy cerca de un colegio de Segunda Enseñanza.   Me demoré una eternidad escogiendo unas rosas para que ella tuviese tiempo suficiente de observar bien aquel  panorama juvenil.   Por allí fueron desfilando los estudiantes vestidos a la usanza actual:  Los  pantalones, enormes, dos tallas más grandes que la correcta, escurridos por debajo de la cintura, cubriéndole los zapatos los bajos que de tanto arrastrarse por los caminos estaban convertidos en flecos polvorientos.  Las camisas espantosamente grandes, de un tejido arrugable,  lógicamente arrugadas.  Y coronando esta “elegante” apariencia juvenil: destartaladas gorras de pelotero con la visera hacia atrás. 

   Cuando estimé que ya había estado expuesta lo suficiente al ambiente juvenil del momento, le pagué a la florista por el ramo de rosas rojas que durante tanto tiempo estuve escogiendo, y con la elegancia de un Don Juan enamorado, reverentemente lo puse en sus manos.

EN SERIO:

   Todos los seres humanos tienen opinión o parecer sobre una cosa.  Lo importante de un parecer es querer y poder expresarlo.   Los que viven oprimidos por regímenes dictatoriales no gozan del derecho a expresar libremente sus opiniones aunque muchas veces arriesgan libertad y vida por hacerlo.  Tampoco rinden frutos las opiniones de los que pudiendo hacerlo, por ser miembros de pueblos libres, no lo hacen.

   Cuando una situación de injusticia no es frenada o enmendada por la administración pública o los representantes elegidos por el pueblo en un sistema democrático, es la poderosa opinión general la que debe mover a la acción rectificadora.  “La fuerza de una opinión general es irresistible”.

   Usa tu valioso derecho a expresar tus pensamientos.  Respeta el de los otros a exponer el de ellos.  Si no estás de acuerdo, no los aceptes pero recuerda: “Las opiniones no se deben combatir sino por medio del raciocinio.  A las ideas no se las fusila”.