La barbería de mi barrio

Autor: Manolo Campa

       

   El hombre que me cortaba el cabello desde que llegué a Miami se retiró hace unas semanas.  ¡Lo sentí mucho!  Tanto o más de lo que puede entristecerse una señora prolífica al despedirse de su partero al jubilarse éste.   

   En aquellos primeros momentos de nuestro exilio, por necesidad, me pelaba mi mujer.  Si gastaba en el pelado teníamos que suprimir el dulce de guayaba que era el postre de la semana, en días alternos.  

   Pasó un poco de tiempo y entró en escena un barbero clandestino.  Me pelaba en el cuartito de los trastos, en el “utility”, como se le dice en inglés, sentado en una silla vieja sin respaldar, entre la vetusta lavadora de ropa, la oxidada podadora del césped y otros tarecos.  

   Al mejorar mi economía pude darme el lujo de ir a una barbería de barrio.  Se parecía a la de mi pueblo.  A la entrada tenía su sillón el limpiabotas, siempre acompañado por un piropeador... que era “punto fijo” del lugar.  

   Aquel salón estaba al lado del local de un municipio en el exilio y muchas veces parecía que la Asamblea Plenaria del término municipal se estaba celebrando en la barbería.  Además del que estaban pelando y de uno o dos que esperaban, el resto de los allí presente lo formaban:  tres “legisladores” acogidos al retiro o a la ayuda del “Refugio” -ayuda federal a los exiliados ancianos- que no soportaban estar en casa todo el día con “la vieja”, y dos compatriotas jóvenes disfrutando del “unemployment” y del   aire acondicionado, las revistas y los periódicos de la barbería.  

   El piropeador, ya “cuarentón”, era un tipo simpático que gustaba de hacer cuentos; que nació para descansar al máximo y usar toda su “labia” para alabar a las “nenas”.  Todo su hacer consistía en cuidarse el bigote, cepillarse los dientes y estudiar inglés, y esto último lo hacía para poder piropear en dos idiomas.  

   El barbero era una de esas “eminencias” del peine y la tijera que pelan a ritmo de “cha-cha-cha”.  Algunas veces cogía tanto embullo que cuando ya había terminado de cortar el pelo que asomaba por los dientes del peine seguía cortando en el aire para no perder el impulso.  Castañeteaba sus tijeras como si fuera una bailarina española tocando las castañuelas con dedos nerviosos.  

   Hacía gala de ese estilo garboso que emplean los mejores del giro al sacudir el paño para eliminar los restos del pelado antes de proceder a dar los cortes finales con la navaja.  Admiro esa gracia de los de ese oficio, que tiene algo de pase de muleta de torero y también de gesto elegante de mago de fiesta de niños cubriendo el sombrero de copa antes de sacar el conejito blanco.  

   Con el tiempo, se retiró mi barbero, el Municipio trasladó su local más hacia el oeste de la ciudad... al piropeador se le cayeron los dientes, le encaneció el bigote y perdió la elegancia de su “labia” cuando tuvo que ponerse dientes postizos.  Ahora se dedica a oír novelas para identificarse con los galanes, y hace llamadas a los programas de micrófono abierto para hablar boberías poniéndose de protagonista de hechos heroicos producto de sus sueños de grandeza.          

   Pienso con tristeza que varios de aquellos viejos “legisladores” de la barbería ya estén descansando para siempre en algún “Memorial” de Miami... no habiendo logrado la aspiración última de ser enterrados en la tierra en que nacieron.

 

EN SERIO:  

   El ser humano que es feliz haciendo lo que sabe hacer es siempre admirado y respetado por los demás.  El hombre cumplidor en su trabajo ejerce una influencia en su medio que es “la luz” de la que habla el Evangelio.  

   Los talentos que Dios da a los hombres son, en primer lugar, para ser utilizados haciendo el bien en su nombre.  La “sal del mundo” lo es tanto el carpintero, el albañil y el campesino, como el juez, el médico, el maestro y el gerente de empresa.  Los criterios cristianos se presentan o se defienden lo mismo en el pequeño salón de la barbería como en el mayor de los anfiteatros universitarios  

   Es profeta de estos tiempos el que usa sus aptitudes musicales para cantar a la bondad,  a la fraternidad y la concordia.  El que con la pluma o la palabra procura para todos justicia, respeto, tranquilidad y progreso, está dando el mejor de los usos a los dones que  Dios le otorgó.  

   Felices los “hombres de buena voluntad” que ponen sus talentos al servicio de sus hermanos porque recibirán el prometido pago “del ciento por uno” en paz y satisfacción en la Tierra, y en el Cielo, la felicidad eterna.