Historia de amor

Autor: Manolo J. Campa

 

 

A continuación una historia de amor, común y corriente. Sin mérito para llegar a ser tema de novela televisada. De esas con suficientes laberintos dramáticos para satisfacer el hambre de romanticismo de abuelitas y señoras de su casa; de empleados sin empleo, cobrando “unemployment”; de señores jubilados sentados junto a “la doña”; aficionados todos a los “culebrones” de actualidad. 

Como todos los enamorados nos casamos muy ilusionados. Los hijos eran parte de aquellos sueños de amor. Y los sueños se hicieron realidades. Tenemos cinco hijos: tres mujeres y dos hombres. Ellas y ellos llenaron nuestras vidas de alegría y satisfacción… pero también acapararon nuestra atención y nuestro tiempo. ¡Nos complicaron la existencia de una manera maravillosa!

Para mantener la cordura me dediqué a ver las cosas y los casos con humor. Con enfoque positivo aprendí a reír cuando sentía ganas de llorar. No dejé que me afectara el costo de la vida: el aumento en el precio de la gasolina, el peaje, la leche, las estampillas de correo y el café cubano, que del módico “níckel” fue subiendo y subiendo hasta llegar al precio actual, que tiene “echando chispas” a los viejos legisladores sin foro del Parque del Dominó, en la Pequeña Habana.

En aquel entonces, cuando mi sueldo se terminaba antes de terminar el mes, los alambritos en los dientes de mis adolescentes me costaron más que el automóvil de segunda o tercera mano que nos llevaba de un lugar a otro. Aquellas frecuentes e interminables visitas al ortodoncista, me mantenían detrás del timón cuando podía estar frente al televisor si me hubiese mantenido soltero.

Mis tres hijas se casaron pronto. El hijo mayor se mantuvo soltero unos cuantos años más, y siguiendo la costumbre norteamericana, cuando empezó a ganar lo suficiente para ayudar a sus padres con los gastos de la casa… se mudó. Pero le concedió a la madre el “derecho exclusivo” a lavarle la ropa sucia y a compadecerlo por lo mucho que se cansaba trabajando durante cinco días y paseando en bote, hasta agotarse, los fines de semana.

El hijo menor aún disfruta su soltería. Al igual que su hermano, cuando mejoraron sus ingresos “hizo mutis” y nos quedamos solos. Con conformidad acepto la ley de la vida y encuentro consuelo pensando en lo tranquilo de mi existencia actual, sin viajes al dentista, a las clases de guitarra, ballet, karate, prácticas de pelota y natación, reuniones de la Asociación de Padres y Maestros, visitas a los profesores de los modorros, y las noches en vela esperando el regreso de bailes y “proms”. ¡El disfrute de una vida sosegada es alivio para la tristeza que dejó la ausencia!


EN SERIO

En todos los niveles educacionales hay maestros que en vez de orientar, confunden. Por temor a ser impopulares restan valor a principios fundamentales de moral y no ejercen autoridad. Todos conocemos casos de jóvenes que han visto sus ideales desvalorizados y reemplazados por teorías extremistas y equivocadas, de profesores malintencionados o esclavos de la popularidad.

Es deber de los padres el ayudar a sus hijos en la formación sólida de su carácter, en la búsqueda de los criterios que regirán sus vidas. Para que nuestra opinión sea tomada en cuenta, tiene que ser expresada. Que nos oigan decir “no” cuando es lo indicado. Un “no” oportuno puede significar para un joven el no verse encadenado a la tiranía de “lo que todos hacen”.

Las modas en el vestir, el lucir, el pensar y el hacer, pueden destruir la capacidad de pensar por si mismos de nuestros muchachos. Pueden ser llevados a todos los extremos por cabecillas de grupos, por los dictados de magazines para adolescentes, por corruptores profesionales y por maestros incompetentes.

Cuando expongamos nuestros puntos de vista a nuestros hijos, cuidemos de no expresar opiniones provenientes de la frustración, el odio, la incomprensión, los prejuicios o el cansancio, porque si no, también nosotros los estaremos confundiendo.

Seamos firmes. No hay nada malo cuando la firmeza es producto del amor. Los hijos saben descubrir el amor aunque les llegue limitándolos en sus pretensiones. Y a su vez, sufren profundamente la indiferencia… sea la del poco caso o la que todo concede.