EL primer día del nuevo año

Autor: Manolo J. Campa

 

 

 

            El dormir profundamente es una de las facultades que aún conservo y disfruto.  Si existiese la profesión de probador de colchones mi nombre estaría anotado en ese registro profesional.  Sin embargo, me levanto temprano.  Madrugar es una “mala” costumbre que no he podido eliminar.  A las seis de la mañana respondo al toque de diana de mi maniático subconsciente.  Por madrugador no puedo, en la noche, mantenerme despierto hasta la hora que quiero.  El sueño puede más que mi voluntad cuando pretendo leer o ver televisión.  Víctima de esa regla inconsciente, como las estaciones de radio o televisión de  presupuesto reducido, yo también “toco el himno y me voy del aire” antes de las 10 de la noche.

 

            Pero como “toda regla tiene su excepción”, accedí a esperar el nuevo año, acontecimiento que  siempre ha entusiasmado a mi esposa.  Despierto y alerta, despedí el año reunido con varios de mis hijos, en casa del mayor de los varones.  Estuve con ellos hasta la madrugada confiando en que iba a poder dormir hasta tarde el primer día del año nuevo.  La ilusión puesta en el descanso me permitió estar lúcido y comunicativo todo el tiempo.  ¡Esta vez la mente pudo más que la costumbre!

 

            Regresamos a casa a las cuatro de la madrugada.  Me acosté en busca del ansiado descanso pospuesto desde las diez de la noche del último día del año viejo.  Poco antes de las ocho de la mañana me despertó el timbre del teléfono.  Era un amigo de mi barrio de ayer, allá, que ahora es cirujano acá.  Me deseó un “japiniúlliar” sazonado con palabras no publicables en un órgano decente.  Cuando estudiaba Medicina y era líder estudiantil, hablaba como “chévere” de barrio bajo.  Ahora que es un cirujano de nombre y miembro de muchas organizaciones médicas de prestigio, habla peor que cuando no tenía canas y estaba aprendiendo a manejar el bisturí y a coser con hilo quirúrgico.  

 

            A las nueve mi nieto aficionado a la pesca, entró al cuarto para darme un beso y preguntarme si podíamos ir a pescar desde el puentecito del canal de la avenida 57.  Le agradecí el beso y le dije que estaba “indispuesto”.  El asombro reflejado en su inocente mirada me hizo pensar que, o estaba impresionado por mi bienhablar, o no había entendido lo que quise decir con la palabrota.  Despertarme a esa hora para ir a pescar debajo de un puente de Miami, sin haber dormido lo suficiente -el día que me acosté a las cuatro de la madrugada- era un atentado a la salud.  ¡Eso enferma a cualquiera!

 

            De nuevo sonó el timbre del teléfono.  También era para mí.  Me llamaba un amigo entrañable que ahora vive su cristianismo, profunda y alegremente, dentro de uno de esos grupos donde oran con los brazos en alto como sosteniendo al mundo en las palmas de las manos.  Me llamaba para colmarme de bendiciones.  En medio de ellas se me resbaló el teléfono de la mano y caí en un plácido y profundo sueño.

 

            Dormí algún tiempo más, hasta que el descanso anhelado se convirtió en una meta inalcanzable:  Los vecinitos del barrio andaban tirando cohetes. ¡Simpáticos los “purganticos”! ¡Delincuentes juveniles en embrión!  ¡@&*#!  Los perros del barrio, alterados por los estampidos, ladraban como comunistas gritando sus consignas en mítines preparados.  Uno ladraba primero.  Otro después.  Entonces todos juntos.  Y en el “Florida Room”, cerca de mi habitación, mi esposa convertida en directora de coro infantil, entonaba con algunos de nuestros nietos canciones navideñas en tono “allegro- vibrante-desafinatto”... algarabía que traté de amortiguar, sin lograrlo, usando dos almohadas de  orejeras.  

     

EN SERIO:

            La vida es como una obra escénica dividida en actos.  El último día de cada año se cierra el telón y termina una parte, para abrirse al comenzar el nuevo año y continuar la trama. Tu, los otros y yo, somos los actores en el “teatro del mundo” que con nuestra actuación , en este acto que acaba de empezar, podemos alegrar o entristecer, hacer reír o llorar, amar u odiar.    

 

            Cada año son muchas las intenciones o resoluciones que nos proponemos los que queremos “hacer de nuestro mundo un mundo mejor”.  Muchas se malogran al no pasar de los sueños a los esfuerzos.  Algunas al ser vencidos los esfuerzos por el cansancio. Otras aplastadas por el peso de las miserias humanas: desilusión, apatía, pesimismo, desesperanza. 

 

            “El cansancio de los buenos” es un padecimiento común, que lo tratan y lo curan los que saben, con esa oración que utilizamos frecuentemente los cursillistas: La invocación al Espíritu Santo.  Al “llenar nuestra mente de ideas y de fuego nuestros corazones”, nos fortalece dándonos criterios cristianos y valor para luchar por ellos.

 

            No lo olvides:  El secreto para “renovar la faz de la tierra” durante este nuevo Acto del libreto de tu vida, no está en que tengas ideas.  ¡Está en que las realices!  “La más pequeña de las acciones es mayor que la más grande de las intenciones”.