El descanso en las vacaciones

Autor: Manolo Campa

 

   “Necesitas unas vacaciones”, me recomendaban mi esposa, mis hijos y mis nietos.  Hasta mi amigo “paisa”, el cura colombiano que es mi director espiritual, se unió a la pandilla que trataba de convencerme de que “yo” necesitaba un buen descanso.  Citando las páginas de la Biblia que se refieren a la Creación, acabó convenciéndome cuando, solemnemente dijo:  “Hasta Dios descansó”.

    Todos ellos me decían que las vacaciones serían un descanso para el cuerpo, un tiempo para vivir sin horario y sin preocupaciones, donde podría volver a disfrutar de la siesta diaria.  Ellos olvidaban que eso lo disfruto desde que me jubilé y vivo dedicado al agradable ocio.  Considerando que el contacto con la naturaleza me acercaría más a Dios elevando mi espíritu sobre las cosas terrenales, fui cediendo. 

   En cuanto a los gastos, fui informado que éstos serían pocos pues solamente el alquiler del apartamento en la playa sería extraordinario.  Mi mujer me aseguró que los gastos de comida y otros misceláneos menores, serían iguales a los de cualquier otro momento.  Con reserva acepté su teoría financiera, presintiendo que no iba a ser así. 

   Una semana antes de las vacaciones llevé mi automóvil a un garage para que le cambiaran las bujías y el aceite.  Tenía que ponerlo “en forma” para el viaje.  Estos gastos pequeños incluyeron:  Engrase, limpieza del carburador, manguera del radiador, líquido de frenos, las dos varillas del limpiaparabrisas, un neumático nuevo, un encerado para que el salitre no le hiciera daño a la pintura... y si no me pongo firme con el mecánico, la cosa hubiera sido de mayor envergadura.   

   Un día mi esposa me dijo que los preparativos para los días de playa eran de suma importancia... y se fue de compras con las hijas y las dos nietas mayores.  Regresó con un equipo completo de playa para “casi” todo el mundo.  Compró trusas para el baño de la mañana y el de la tarde.  Para los momentos fuera del agua adquirió “pescadores”, esos pantalones femeninos que han vuelto a estar de moda.  Para los eventos sociales de alguna categoría invirtió en algunas “boberías” algo más caras.  Trajo espejuelos y sombreros para protegerse del sol, también para “casi” todo el mundo.  Para quemarse parejo, sin soltar el pellejo, se apareció con un aceite perfumado con olor a turista. 

   El ajuar cubría desde la cabeza hasta los pies.  Para ir del apartamento hasta la playa, compró, para ella, las hijas y las nietas, zapatillas de goma, de las que se sujetan al pie con una tira prendida entre el dedo gordo y el de al lado.  Para lucir más altas y elegantes en sus “pescadores” todas caminaban encaramadas en unos zapatones de corcho. 

   Hasta los nietos quedaron bien equipados:  Caretas para bucear, paletas de goma para nadar más rápido, cubos, palas, cañas de pescar, anzuelos, lombrices de mentirita, sombreros de marinero, etc., etc. 

   El único que se quedó sin nuevo ajuar de playa fue el que esto escribe.  Mi traje de baño para la mañana fue un short que traje de Cuba hace cuatro décadas, antes rojo, cómodo, y ahora desteñido e incómodo por las libras engordadas al ir “acumulando juventud” con los años.  Para la zambullida de la tarde, vestí un pantalón de trabajo viejo, cortado disparejo por arriba de las rodillas.  Se me comunicó, con pena, que ese estilo de trusa para los hombres estuvo de moda entre los desaliñados “jipis” de antaño. 

   El día que salimos para la playa me levanté dos horas más temprano que de costumbre.  En un automóvil de seis pasajeros coloqué trastos suficientes para llenar un camión de diez ruedas.  Al llegar a la playa, estuve perdido un buen tiempo sin poder encontrar el “resort”, como le dice mi mujer al motel donde nos hospedamos.   

   Cuando por fin encontramos la dirección tuve que retrasar mi descanso y empezar la descarga:  El equipaje –comparable al de un ejército de una pequeña nación-, los víveres, los ventiladores, el televisor de nosotros por si el del lugar no funcionaba, las balsas de goma, tres melones que compramos en el camino que no cabían en el refrigerador, mi taburete para dormir las siestas sentado al estilo de los guajiros de mi tierra –recostado a la pared en las dos patas de atrás-, y un cartucho de “grocery” conteniendo mis pantalones de “jipi” y mis zapatos viejos para caminar sobre la arena.   

   Después de esta descarga y de la anterior carga quedé sin fuerzas, desfallecido durante  el primer día de las vacaciones, pero las esperanzas puestas en un buen descanso reparador me mantuvieron de buen talante.  

   Al día siguiente y todos los demás días me levanté antes que saliera el sol, con el doloroso agravante de no haber podido dormir bien por el ruido del mar.  Mi primera experiencia acuática fue negativa:  Había marejada y las olas me revolcaron.  Tragué agua salada que me sirvió de laxante. 

   La arena quemaba como brazas de carbón.  Caminar sobre ella sin zapatos era un suplicio... y caminar por ella con mis zapatos viejos de puntera era poner en ridículo a mi familia.  ¡Me pasé las vacaciones quemándome los pies para llegar al agua! 

   El sol acabó conmigo:  Primero me llené de burbujitas que se convirtieron en ampollas y terminé largando el pellejo como serpiente en muda.  La quemazón del sol, el brete y la algarabía de los niños impidieron que disfrutara de la siesta durante todos los días de aquellas vacaciones.   A pesar de todo, la experiencia de esos días con la familia fue muy edificante y pude comprobar que Juvenal tenía razón cuando dijo al terminar sus vacaciones y antes de pagar las cuentas: “Mente sana en cuerpo sano”.

 

EN SERIO: 

   Las vacaciones son buenas y necesarias para todos.  Organicémoslas con entusiasmo y con cuidado y no dejemos a Dios fuera de ellas.  El cristiano es hombre de Dios en todos los ambientes incluyendo las playas.  “En la soledad y entre las multitudes se puede vivir con Dios”.  La Misa del domingo es actividad también de veraneantes.  Si encontramos un “grocery” donde comprar los víveres también nos será posible encontrar una iglesia donde dar gracias al Señor por lo que estamos disfrutando. 

   Con más tiempo y menos apuros, hablemos más con nuestro cónyuge, juguemos con nuestros pequeños, seamos menos prácticos, menos tabulados... pensemos y leamos más.  Busquemos a Dios en todo lo que nos rodea.  Encontremos la mejor manera de corresponder a Su amor.  De mejor disposición, más claros, estudiemos nuestros puntos flacos para enmendarlos.  Llenémonos del Evangelio para regresar de las vacaciones dispuestos a dar más de nuestra parte para hacer un mundo mejor, donde se conozca más a Cristo y se comprendan y se amen más los seres humanos.