El cumpleaños del bisabuelo

Autor: Manolo J. Campa

 

 

  Era el cumpleaños del bisabuelo.  Cumplía ochenta y muchos años.  Los noventa los tenía encima.  También una de mis nietas estaba de fiesta.  La bebita celebraba su segundo onomástico.   Mi esposa, nuestras hijas, mi nuera y mis nietas mayores se reunieron en concilio.  El matriarcado, en ambiente de gallinero, con alegre entusiasmo, acordó combinar la celebración de las dos efemérides.  Se reuniría toda la prole para cantarle el “japiberdituyú” al bisabuelo y a la “benjamina” de la familia.    El “cake” de ella tendría dos velitas rosadas y unas palabritas escritas en inglés.  El  de él adornado con una vela más gruesa, símbolo de sus ochenta y pico, y una  sola palabra que expresaba el sentimiento de cariño de cuarenta y tantos de sus descendientes: ¡Felicidades!

   Se me asignó la tarea de transportar a parientes con mucha o muy poca edad para conducir.  Me sentí como el maltratado chofer de la película “Driving Miss Daisy.  Los jóvenes me pedían que manejase a más velocidad y los viejos me ordenaban por donde doblar y donde estacionar.  A estos últimos les molestaban los cinturones de seguridad.  Para la tía mayor el aire acondicionado estaba muy frío.  La tía menos vieja no podía resistir el calor y se lamentaba de estar sentada en el lado por donde calentaba el sol.  Al bisabuelo le tomó tiempo y esfuerzo para acomodarse en su asiento.  Refunfuñando me recomendó que escribiese una carta a los ingenieros que habían diseñado un automóvil tan bajito que era difícil acomodarse en él.  Pero tengo que señalar con gusto que todos los mayores agradecieron en algún momento, después de llegar, lo que ellos llamaron “mi gentileza”. 

 

  Llegamos los primeros a la casa donde se iba a celebrar este evento social de gente sin importancia.  La prima de mi mujer no nos abría la puerta.  Desde la ventana nos decía: “Somos católicos.  Leemos nuestra Biblia.  No queremos ningún librito de los suyos.  Gracias”.  Nos confundió con miembros de la secta que hacen gestiones de puerta en puerta.  Y tenía motivos para confundirse.  Además de usar espejuelos gordísimos como los que usaba un personaje cómico de corta vista llamado “Vistilla”,  y ser también un poco entretenida, reconozco que parecíamos un grupo de recorrido haciendo proselitismo:  No pude estacionar frente a la casa y la tía gorda mientras caminábamos se resguardaba del sol debajo de una sombrilla.  Otra pariente llevaba de la mano a uno de mis nietos; yo cargaba un maletín con unas fotos que el bisabuelo quería mostrar; como él camina despacio, haciendo paradas frecuentes, cuando el resto del grupo tocó a la puerta, yo estaba parado a cierta distancia, en la acera, como hacen los jefes de los grupos mencionados.

 

   En Cuba, la tierra donde nací y viví las experiencias que guardo en el lugar de los gratos recuerdos, se festejaba el día del santo cuyo nombre llevamos.  La propaganda escrita o radial nos recordaba el regalar a los Panchos, Pepes, Marías, Josefinas.  Las tiendas movían con éxito sus inventarios sobre todo en los días de santos populares.   Cuando los genios norteamericanos del mercadeo se den cuenta que las utilidades son mayores festejando santos en vez de cumpleaños, buscarán una forma elegante y legal para ignorar la separación del Estado y la Iglesia y aprovechar los santos para aumentar las ventas. 

 

   Volvamos al “motivito” familiar.  Agradables, amenas, edificantes son las reuniones de familia donde los que peinan canas o no peinan nada comparten con los que aunque tienen pelo de sobra lucen pelados de reclutas recién rapados.  Tan cautivante como la sonrisa de un niñito es la de un anciano feliz.  Muchas veces la sola oportunidad de volver a relatar una historia diez veces contada hace la dicha del patriarca de la familia.     

 

    

   El “cake” de las fiestas de niños o de ancianos en estas ocasiones lo paso por alto.  

 

 

Continúe leyendo, amigo lector, y al percatarse de lo que señalo, quizás usted también se abstenga de comer bizcochos en estas fiestas infantiles y seniles:  Cuando la mamá sostiene a su bebita para que apague las dos velitas, la niñita salpica más de lo que sopla.  Después de fracasar en tres o cuatro intentos, la hermanita de la homenajeada, saca la cara por ella y como “sopladora emergente” apaga las velitas con más fuerza de viento pero sin dejar de salpicar.  Cuando le toca al bisabuelo  apagar la vela solitaria, falla los dos primeros intentos al tener que contener el torrente de aire para mantener los dientes en su lugar.  Para demostrar que él todavía sopla, se saca la dentadura postiza de la boca y logra extinguir la llamita soplando y salpicando con más potencia.  ¿Qué le parece?

 

EN SERIO:

   Si partimos del axioma de que “la familia es la sociedad en miniatura” llegamos a la conclusión que es en ella donde se forman los hombres y mujeres capaces de hacer un mundo mejor donde el bien de todos prevalezca sobre las ambiciones personales.

   Formar hombres y mujeres honorables, cincelar la personalidad de un niño hasta convertirlo en un hombre capaz de hacer a todos el bien requiere el esfuerzo constante de sus familiares.   Los seres humanos aprenden más de los ejemplos que de los libros y las palabras.  Si los ejemplos les llegan de seres amados y admirados los efectos son más impactantes.

 

   Me estoy refiriendo, claro está, a las lecciones de vida de modelos ejemplares.  Los abuelos, los padres, los tíos, con sus sanos ejemplos van moldeando al niño inseguro de hoy en el joven de criterios del mañana.  Los valores captados desde la infancia serán la guía para el camino de hombres sólidos capaces “de pisar fuerte en la vida”.  Confucio, el gran filósofo chino, dijo: “La fuerza de una nación se deriva de la integridad de sus hogares.”