El cascarrabias y el niño

Autor: Manolo Campa

 

   El celebrante de aquella Misa era el “General Patton” del clero.  Le llamo “Fray Papilla” porque es severo e implacable, como el fraile gordo de la película “Marcelino Pan y Vino”.  Entre otros criterios que él sostiene con firmeza de disciplinario de reformatorio de menores, proclama que los padres tienen la obligación de mantener el control sobre sus hijos en todo lugar pero sobre todo en el templo. 

   Después de leer el Evangelio, con paso firme se encaminó hacia el frente del altar, al medio, adonde llegaba el pasillo central.  La lectura le dio pie para el tono vigoroso que daba a sus palabras.  Cuando más vibrante era su prédica noté, con sobresalto, que había un niñito deambulando por la senda.  Caminaba libremente de un lado para otro.  Se detenía en algunos bancos, miraba a las personas y seguía su recorrido.  En uno de sus virajes notó la impresionante figura que se movía frente a él.  Inocentemente se acercó y se situó, inquietantemente, muy cerca del cura.  Cuando la voz del sacerdote se escuchaba atronadora se llevaba sus manitos a las orejas.  Cuando bajaba el tono, movía la cabecita en ese gesto infantil que puede interpretarse como de jubilosa aprobación. 

   Yo, intranquilo, observaba a los jóvenes papás.  La mamá miraba al papá instándole a cumplir con su deber de ocuparse del niño para poder continuar ella cómodamente su meditación.  El papá miraba a la mamá con la misma intención en la mirada.  En resumen:  mamá miraba a papá, papá miraba a mamá... y ninguno miraba al niño. 

   Y en eso sucedió lo que yo temía:  El volcán hacía erupción... el cura explotaba, pensé, anticipándome a los hechos.  Efectivamente, “Fray Papilla” dejó de hablar.  Con calma bajó los escalones de mármol, se acercó al niñito y con ternura lo tomó en sus brazos, continuando su sermón desde donde estaba.  La criaturita colocó su cabeza sobre el pecho amplio de aquel predicador y así permaneció hasta el final del sermón.  Desde que el “General Patton” alzó al niño, su faz tomó la expresión de un abuelo amoroso disfrutando del nieto.  Su voz potente y vibrante se tornó cálida, pausada.  Al igual que al fraile de la película, la ternura del niñito lo “acarameló” y comprobamos la bondad y dulzura que había en el corazón de este hombre de Dios, del que sólo conocíamos su sincera firmeza de carácter.

 

EN SERIO: 

   La manera más eficaz de acercar un hombre a Dios es ganándole el corazón.  Este es el punto débil de todo ser humano.  Una sonrisa, un gesto afectuoso, un saludo, brindándole nuestra amistad, nos abrirán las puertas de su corazón. 

   Cuando hayamos ganado su corazón y quiera saber el por qué de nuestra conducta, debemos explicárselo con criterios cristianos presentados con determinación pero también con dulzura y humildad.  Estas son dos virtudes que nunca cultivará demasiado el apóstol de Cristo.   

   La bondad y la humildad tienen una fuerza irresistible.  Es muy exacta la conocida frase de San Francisco de Sales ponderando la efectividad de la gota de dulzura por encima del barril de amargura:  “Se cogen más moscas con una gota de miel que con un barril de hiel”.     mcampa@bellsouth.net