Los borrachos

Autor: Manolo J. Campa

 

 

 

Mi vecino, el papá de Andrew, el niñito condiscípulo de mi nieto de nueve años, nos invitó a una fiesta en su amplia casa. Este buen amigo, techero de profesión, "entró en plata" después del ciclón que en 1992 devastó a Miami. Sus logros saltan a la vista: Su camión compite en excelencia con el del plomero, otro vecino nuestro acaudalado. Su automóvil y su "SUV" son tan formidables como los del médico cirujano que vive en la acera del frente. Su casa modesta de entonces, es hoy la "mansión" del vecindario. Para fabricar una piscina, una terraza cubierta para jugar dominó y un patio empedrado con un fogón para asar lechón, le compró la casita vieja al último americano que quedaba en la cuadra. 


Cuando me invitó a su fiesta de cumpleaños, me adelantó que iba a "botar la casa por la ventana". Con euforia declaró que la música, la comida y los tragos eran de "lo mejor de este pueblo": Había contratado un conjunto de músicos internacionales, de Hialeah, que eran formidables. La comida estaba a cargo de un pariente pinareño que es "un bárbaro" asando lechón, y los frijoles negros y la yuca con mojo, eran la "especialidad de la casa" producto de los esfuerzos unidos de su mujer y su suegra. Con la buena intención de promover la alegría de sus invitados, el "bar abierto" y "sin miseria" sería atendido por cantineros profesionales. 


Llegó la noche de la fiesta. Y yo, al poco tiempo de llegar ya quería irme... claro está, después de haber hecho acto de presencia disfrutando de un generoso plato de frijoles, yuca y lechón asado. No soy huraño ni antisocial pero... Permítanme exponer mis razones: Desde que disfruto la informal relajación de los jubilados, visto pantalones cortos, "tichers" con letreritos, y calzo sandalias franciscanas. Por ello: los zapatos que estrenaba, de marca italiana hechos en México, me martirizaban; los pantalones me apretaban la cintura y la corbata me estrangulaba. Pero lo peor era la algarabía de aquellos hombres maduros escandalizando como jóvenes alocados en discoteca. Los mejunjes alcohólicos de los cantineros profesionales hacían estragos. En poco tiempo y estimulados por algunas copas de más, hombres respetables y serios habían olvidado que lo eran. 


Al igual que hay personas que tienen sangre para los mosquitos y siempre los pican... yo tengo sangre para los borrachos y siempre los padezco. Cerca de la medianoche, el borracho cantante forcejea con el mulatico director del conjunto musical para apoderarse del micrófono y cantar "Quiéreme mucho".


El borracho triste busca tipos como yo, con cara de sueño y resignación, para descargar entre lágrimas y pucheros, primero contra Fidel, y contra Raul, Chavez y Ortega después, continuando echándole a todos, incluyendo en su filípica a los curas que ya no usan sotana, los políticos locales que quieren fabricar estadios con dinero del pueblo y las suegras que quieren quitarle las riendas del hogar a las hijas. 


No pude librarme del "jalao" expresivo que me abrazaba cada vez que se encontraba conmigo y me decía, en su inglés, con aliento de gasolina de alto octanaje: "go-bles-yú". Otro personaje que se me "encarnó" fue un señor mayor que no bailaba, decía versos y mostraba preocupación por el mejoramiento de las relaciones de Europa con Cuba, la situación política en Venezuela, las reformas de Putín que han fortalecido a Rusia y lo difícil que es sacarse la lotería en la Florida.


El borracho efusivo, con delirio de americano, por quinta vez me bendice en inglés. Me abraza. Me da un beso en cada oreja, a la francesa. Me despeina. Y al darme un apretón de mano, hace papilla una "croquetica preparada" que le llevaba a mi mujer.


El borracho agresivo, desafía y "de verdad" quiere pelear con un muchachón futbolista porque él sostiene que el balompié es una ciencia y el fútbol americano es sólo fuerza bruta... y él "le parte la cara" a quien le contradiga. Este gladiador domesticado se asusta y pierde los bríos cuando su mujer lo mira amenazante con ojos de lechuza con espejuelos bifocales.


El borracho "amargao" se quiere ir. No le habla a la esposa. No comparte con nadie. Desconfiando mira a todos con mala cara porque no vio cuando un camarero recogió su vaso con un sorbito del trago que estaba paladeando despacito.


Mi mujer, que no me libró de ninguno de los personajes antes mencionados, cuando una "no muy joven" pizpireta empezó a repartir besos y abrazos a los hombres, se interpuso entre ella y yo como árbitro de boxeo rompiendo un "clinch". 


EN SERIO:


Una de las mayores enfermedades de la sociedad actual es la falta de hermandad y el aislamiento. El progreso económico está convirtiendo a los seres humanos en verdaderas islas, en castillos amurallados, de los cuales sólo se sale para conseguir alguna ventaja o influir en los demás. A veces creemos que una vez logrados unos niveles de bienestar material, no hay por qué abrir nuestros corazones al exterior. Nada nos hace falta. 


Pero ello no es cierto. La felicidad para que sea completa tiene que compartirse. Hay que tender un puente de comprensión, de unión, con nuestros semejantes y ese puente se manifiesta exteriormente con nuestro proceder solidario.


Y la eficacia de nuestro proceder tendrá como fin la posibilidad de crear un mundo más humano, en crear actividad, desarrollo y vida. Crear vida, pero no sólo la vida de nacer y crecer, sino mucho más: la vida de ser personas, de ser útiles, de ser fecundos. ¡De tener ilusiones!