Bodas de oro

Autor: Manolo J. Campa

 

 

Las copiosas lluvias que natura ha dejado caer en el Sur de la Florida, para algunos han sido motivo de alegría y para otros de preocupación. La hierba, saludable y alegre, luce un verde esplendoroso. La arboleda también se ha vestido con su mejor ropaje. Y los sapos, las ranas y sus descendientes, los renacuajos, jubilosos disfrutan de la natación en los charcos y los patios inundados.

Sin embargo, su servidor, cuando el aguacero es fuerte y no puedo mantenerme seco a pesar de cobijarme debajo de mi viejo paraguas, empiezo a indisponerme. A la garraspera le sigue la tupición nasal que hace que hable como si tuviese la nariz cerrada con un palito de tendedera, para después aparecer los dolores musculares y la calentura propios de la gripe.

Recién tuve que estar en cama con fiebre. En donde nací y de donde vengo, llegué a tener hasta treinta y nueve grados y medio de fiebre. Por poco heredan mis herederos por el susto que me dio mi mujer cuando, con voz de lectora en misa de difuntos, leyó los grados de fiebre “americana” que registraba el termómetro: ¡ciento tres grados!

Sin ánimo para nada, ni para leer, oír la radio o ver la televisión, estaba dormitando cuando me despertó el timbre del teléfono. Era Pepote, mi amigo de la juventud. Llamaba para invitarme a la celebración de sus cincuenta años de unión matrimonial con mi madrina. Eufórico me dijo que había llegado a sus Bodas de Oro matrimonial “entero, entero de verdad, enterote”. En otro momento, sintiéndome bien, le hubiera felicitado sinceramente, pero era tanto el contraste entre él, animoso, lleno de energía, “entero”, y yo, febril, acatarrado, maltrecho y “flojote”, que reservé la felicitación para cuando me sintiese mejor. 

Gracias a la sopa de pollo que hace mi mujer, la gripe fue cediendo y unos días antes de la fiesta de Pepote y Madrina, ya me sentía “entero”. Para tan señalada ocasión mandé a planchar mi guayabera de las grandes ocasiones a la tintorería… la lavaron en casa pero el planchado tenía que ser profesional. En busca de total elegancia vestí mis pantalones preferidos y un par de zapatos nuevos que me apretaban los juanetes. Los pantalones antes mencionados, recuerdo haberlos comprado el año que el astronauta americano caminó por la Luna. Son muy cómodos y elegantes, según mi criterio. Las piernas son discretamente acampanadas. Uno de mis nietos, después de mirarme detenidamente, con mal disimulada desaprobación, me preguntó: abuelo, ¿esos pantalones los compraste en “Viejos R’US”?

Mi esposa se vistió a la moda de hoy: lució un sayón parecido a los que usaban las novicias antes de recibir el hábito. Le llegaba hasta el suelo. Se compró una carterita “de noche”, tan pequeñita que el tubito del creyón de labios y un pañuelito de hilo ocupaban todo el espacio disponible. Los zapatos de ella, recién comprados como los míos, le molestaban y por tal motivo caminábamos como pingüinos de la tercera edad.

La fiesta de Pepote y Madrina fue un “verdadero sucess”. Todos los invitados nos conocíamos de antaño y cuando digo “antaño” quiero decir tiempos lejanos. La música y los pasillos coreográficos de los bailadores nos transportaban con nostalgia a un guateque en mi tierra. 

La música invitaba a bailar. Las mesas estaban situadas discretamente separadas unas de otras pero la que hacía frontera con la nuestra estaba ocupada por unas señoras gordas, no bailadoras, apoltronadas en sus sillas, que bloqueaban el paso hacia el “ring” de baile. Cuando la orquesta tocaba alguna pieza que nos gustaba, mi mujer y yo empezábamos a avanzar entre las sillas vacías y las