A Nueva York en invierno, nunca

Autor: Manolo J. Campa

 

 

Opino que solamente estando loco se hace turismo en una ciudad sufriendo los rigores de un crudo invierno. Visitar Nueva York cuando la ventisca y la lluvia helada se alternan para hacer miserable la existencia de los seres humanos es una locura, sostuve con vehemencia ante los argumentos de los que trataban de convencerme a visitar la susodicha ciudad. Mi esposa, nuestro hijo mayor, mi nuera y la prole de ambos, intentaron convencerme, sin éxito, para que fuera con ellos “a disfrutar” unos días invernales en la famosa ciudad norteña. Ignorando las presiones de la familia para poder llegar a una conclusión lógica, consideré que si los newyorquinos se refugian en Miami en busca de alivio a la inclemencia de su terrible clima invernal, salir de Miami hacia Nueva York era “cambiar la vaca por la chiva”. 

Al principio decliné cortésmente ser parte de tan disparatada aventura. Me resultaba en extremo absurdo ir a exponerme al hielo, la nieve, el viento cortante y el corre-corre de los de allí que transitan por aceras, calles y avenidas como si los estuviera persiguiendo el mismísimo diablo. Al escuchar los escalofriantes partes meteorológicos mi instinto de conservación me impulsó a declarar con firmeza: A Nueva York, a padecer, no voy... El clima de Miami me tonifica, me sienta bien... aquí me quedo. Y hacia “el norte frío y brutal”, ellos se marcharon... y yo me quedé.

Sin aparentes intenciones ocultas, se pronosticó que me iba a sentir “solo, triste y abandonado”. Y no fue así. Me explico a continuación: Diariamente, con el ensañamiento de un reloj despertador, mi mujer truncaba mi agradable sueño mañanero para decirme lo que habían hecho en las últimas veinticuatro horas. Nada de lo que ellos estaban experimentando allá era mejor de lo que yo estaba disfrutando acá. Eufórica, mi media naranja, me detalló la visita a la Estatua de la Libertad. Si bien sentí satisfacción de que, especialmente los nietos, hayan disfrutado esa vivencia, la palabra “libertad” me recordó los privilegios que yo estaba disfrutando. Desde que la gata -mi consorte- estaba de viaje, el ratón -el que esto escribe- estuvo de fiesta. Estas son las disciplinas hogareñas que ignoré jubiloso: Hacer la cama al levantarme, levantar el asiento del inodoro antes de orinar, fregar los platos y los cubiertos, colgar la ropa al desvestirme, cerrar las puertas de los “closets”, colocar los zapatos en la zapatera, depositar los calcetines usados en el cesto de la ropa sucia, etc. etc. La casa mostraba el desaliñado aspecto del cuarto de un estudiante universitario disfrutando la emancipación de la madre enérgica.

Las funciones teatrales disfrutadas por los míos en los famosos escenarios de Nueva York, mi mujer las narraba pausadamente y con abundancia de detalles para enfatizar lo que me estaba perdiendo. “¡Ah... las ‘Rockettes’, bailarinas impecables, bellísimas!” Y del espectáculo para niños pero disfrutado por todos: “La Bella y la Bestia”, destacó que no fue un sacrificio en vano el soportar la lluvia helada para llegar hasta el teatro. “Que lástima, lo que te perdiste”, fue la frase final dicha con la intención de ponerle una banderilla al buey manso reposando en su sillón en la Florida.

Más o menos a la misma hora que mis familiares sufrían la inclemencia del tiempo caminando hacia el teatro, yo, sentado en una silla de extensión en el patio de mi casa, bajo los cálidos rayos del sol, disfrutaba del ocio observando lo que me rodeaba: Mi vecino de la derecha, fornido como una bestia, sudaba construyendo un piso de concreto. Al fondo, la enfermerita americana, se soleaba vestida en una minúscula bikini que realzaba la lozanía de su mocedad. Observando las maravillas de la naturaleza descubrí un desfile de hormigas que en fila, con precisión militar, atacaban unos pedacitos de chocolate que inadvertidamente dejé caer y que el agradable calor reinante derretía. ¡Qué bendición! En la plácida intimidad verde de mi patio, vistiendo unos pantaloncillos cortos, una holgada camiseta del equipo de baloncesto de mi nieto mayor, protegidos mis ojos de los rayos del sol por unos lentes oscuros, a la vista tenía la bella, la bestia y el desfile de las “hormicketts”.

Antes de marcharse, mi esposa había dejado en el refrigerador un menú frío para cada día. Entre muchas de las preguntas que hizo pulsando mi infelicidad, me interrogó para saber si extrañaba la comida caliente de cada día. Como yo no decía que la echaba de menos, ella considerando que a los maridos veteranos se les llega al corazón por el estómago, averiguaba si estaba pasando hambre. Un poco olvidado de las galanterías de que hacía gala durante mi soltería, con torpeza uní la exageración a la verdad cuando le contesté que estaba sobrellevando su ausencia con espartana resignación pero sin pasar hambre. 

Me dio buen resultado haberme quedado en Miami. Sobre todo en la parte alimenticia. Mis dos hijas mayores, preocupadas por mi desconocimiento de las artes culinarias, me invitaron a cenar con ellas en lugares que por su categoría nunca había visitado. Una de ellas me llevó a un restaurante australiano fenomenal. La carne que comí, con cierto reparo pensando que era de canguro, después de probarla, la disfruté sin reparos. La invitación de la otra hija fue a un bodegón tejano cuya especialidad era la carne de res y las manzanas en salsa de canela. Allí el buen sabor me hizo olvidar la dieta, el colesterol malo, los “tigres serios”, la presión “ministerial” y todos los demás desperfectos que produce el paso de los años en los jóvenes de mi edad.


EN SERIO:

“Al pasar los años... aprendí que, si tenía problemas en la escuela, los tenía más grandes en la casa. Aprendí, que cuando mi cuarto quedaba del modo que yo quería, mi madre me mandaba ordenarlo. Aprendí que nunca se debe elogiar la comida de mi madre cuando esté comiendo algo preparado por mi mujer. Aprendí que cuando mi mujer y yo teníamos una noche sin los hijos, pasábamos la mayor parte del tiempo hablando de ellos. Aprendí que a las mujeres les gusta recibir flores, especialmente sin ningún motivo. Aprendí que puedes saber que tu esposa te ama cuando quedan dos croquetas y elige la menor.

Con el correr de los años, aprendí que la compañía en silencio proporciona más consuelo que las palabras. Aprendí que hay gente que te quiere mucho pero no sabe demostrarlo. Aprendí que no importa lo que suceda, o cuan malo sea tu día, la vida continúa, y será mejor mañana. Aprendí que los colchones son mejores del lado opuesto al teléfono. Aprendí que no importa cuan mala haya sido tu relación con tus padres o con tu familia más cercana, los extrañarás terriblemente cuando ya no estén. Aprendí que cualquiera puede rezar. Aprendí que aún cuando yo tenga problemas, yo no debo ser un problema para los demás.

También aprendí... que puedes hacer a alguien disfrutar el día con sólo enviarle una pequeña postal. Que niños y abuelos son aliados naturales. Que es imposible tomar vacaciones sin engordar diez libras. Que no se puede cambiar lo que pasó, pero que puedo dejarlo atrás. Que la mayoría de las cosas por las cuales me he preocupado nunca suceden. Que si esperas jubilarte para disfrutar de la vida, esperaste demasiado tiempo. Que si las cosas van mal, yo no debo ir con ellas. Aprendí que envejecer es importante. Aprendí, que siempre se puede amar más. Y hoy... me doy cuenta que todavía tengo mucho que aprender.”

También aprendí a decir gracias... a mi amigo Antonio Rullán, por haberme enviado desde Palma de Mallorca, estas Reflexiones al Atardecer.