Vigilar en paz

Autor: Padre Luis de Moya

Sitios Web: Fluvium.org, muertedigna.org, luisdemoya.org

 

 

¡Qué cierto es que la muerte nos puede sorprender! Aunque en muchas ocasiones no sucede así y hasta es posible que los médicos se aventuren a pronosticar cuánto tiempo de vida le queda a un enfermo, pues lo más frecuente en nuestros días es que la muerte sobrevenga a partir de una edad ya avanzada. A nadie le admira, sin embargo, la noticia del fallecimiento inesperado de personas jóvenes o de mediana edad, por accidente o enfermedad. Quizá sea ésta una de las manifestaciones más claras e innegables de que no somos señores de nuestra existencia.

        Jesús parte de esta realidad, que es evidente para todos, y estimula a la vigilancia. Ese momento –el de la muerte– debe encontrarnos preparados, pues es para cada uno el momento de encuentro con el Señor como Juez de nuestros actos. No es la vida del hombre tan sólo una ocasión, más o menos larga, más o menos grata, de desarrollo de las propias capacidades. Ni se trata de un tiempo nuestro, de nuestra propiedad, como si a nadie debiéramos dar cuenta de su aprovechamiento. Las palabras de Jesús indican, por el contrario, que al terminar esta vida habremos de responder de ella y que ese momento se puede presentar de improviso.

        Velad, aconseja el Señor. Así hacemos cuando queremos asegurar la buena marcha de cualquier negocio. Lo hacemos todos para garantizar la eficacia de lo que nos traemos entre manos: en el trabajo, en la vida familiar y social, en la diversión...; sí, hasta en nuestros juegos. Nos interesa evaluar esfuerzos, tiempo empleado, gastos. Luego, a la vista del resultado obtenido, quizá advertimos que todo va bien o, por el contrario, que es preciso modificar de algún modo nuestra pauta. Si así actuamos en casi todas nuestras ocupaciones, aunque sean de poca importancia, con mayor razón haremos en las importantes y, sobre todo, en lo que se refiere al sentido y razón de ser de nuestra existencia. Querremos vivir permanentemente vigilantes, calibrando si nuestro quehacer contribuye al desarrollo de la vida en Dios a la que El nos llama. Será preciso, pues –al igual que para lo menos importante, y como aconseja la experiencia–, dedicar algunos tiempos a ese examen.

        El interés por vivir la vida según Dios –la única que vale la pena para el hombre–, que lo descubrimos más y más en la oración, impulsa a un examen sobre la realidad sobrenatural de nuestra vida; y, más concretamente, acerca de los medios que de hecho ponemos en práctica para que nuestras jornadas sean como Dios espera. Sabemos así lo que tendremos que rectificar en su caso con la ayuda del Señor, ya que sólo eso está al alcance de la voluntad humana; no propiamente la santidad misma que es efecto de la Gracia, obra del Espíritu Santo en nosotros. Dios no niega su auxilio a sus hijos: nos quiere santos y espera poder otorgarnos sus dones según vamos configurando nuestra vida de acuerdo con su voluntad: la que descubrimos en un diligente examen de conciencia.

        ¿Cómo ha sido mi trato con los que me rodean, cuánto recé por ellos? ¿Agradecí al Señor lo que soy, lo que me ha concedido por encima de otros seres? ¿Respondo a esos talentos: a mis condiciones humanas, a los medios materiales de que dispongo, a la ayuda que se me ofrece, porque son don de Dios para que los haga fructificar? ¿Medito en oración sobre la realidad sobrenatural de mi vida, me considero ante todo hijo de Dios?

        Preguntas como estas deberían ser quizá habituales en nuestra conciencia, sobre todo si por sus respuestas no nos queda claro que procuramos vivir para Dios. Mientras examinamos la conducta, tratando de descubrir en qué mejorar, convendrá no olvidar el apoyo suave y fuerte que Dios mismo, Nuestro Padre, nos ofrece para que sepamos concretar de día en día el amor con obras que espera de nosotros para hacernos santos. Porque no es la vigilancia que hoy consideramos tarea que deba ser impulsada por el miedo, ni a duras penas porque nos sentirmos sin las fuerzas necesarias. Es ciertamente imposible si contamos únicamente con nuestras personales posibilidades, pero no olvidemos que la santidad se forma en los hijos de Dios tan naturalmente como el fruto en un sarmiento cuando permanece unido a la vid. Con la misma naturalidad se siente el gozo en la virtud y la mayor intimidad con el Creador.

        La obra de nuestra santificación es empresa ardua, pero proporcionada a nuestras fuerzas con la ayuda de Dios. Vigilemos, por tanto, para descubrir cómo contar más con el Señor a lo largo de la jornada, cómo vivir para El cada uno de nuestros momentos. No debemos abandonar la actitud de niños e hijos muy queridos que el Señor tanto nos aconseja. Es precisamente comportándonos así como resulta fácil la santidad e imposible de otro modo.

        La Virgen Santísima, nuestra Madre, si procuramos tratarla asiduamente, nos facilita el camino de infancia también hasta Nuestro Padre Dios, ayudándonos a concretar los pasos que cada jornada van conduciéndonos a la casa del Cielo.